21.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
21.2. Hay una frase de Cristo, sobrecogedora por ser Él quien la dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir…» (Mt 26,38). Esa sombra de tristeza fue posible en razón de su condición humana, semejante a la vuestra. Pero no es triste meditar en esa tristeza, sino muy fecundo, provechoso y esperanzador. Tú toma por principio que ningún misterio de Cristo acaba en desolación, y ninguno es estéril. Atrévete a mirarle; ten la audacia de volverte hacia Él.
21.3. El evangelista Lucas cuenta que un Ángel se acercó a confortar al Hijo de Dios (cf. Lc 22,43), que en vano había pedido a los hombres, sus amigos: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26,38). Siente próxima la muerte, las fuerzas le abandonan, y no encuentra soporte en los hombres. Un Ángel le ha robustecido.
21.4. ¿Qué hizo aquel Ángel? Tú no te lo has preguntado, pero yo quiero decírtelo. En aquel momento la noche era entrada, el peligro inminente, el dolor cercano, el auxilio ausente, la soledad terrible, la tarea ineludible. «¡He llegado a esta hora para esto..!» (Jn 12,27), ha dicho el Señor. ¿Puede agregarse alguna palabra a la de Cristo? ¿Qué hizo entonces el Ángel? ¿Disminuir el dolor? No parece, si lees lo que te cuenta el mismo Lucas a continuación de la visita del Ángel: «Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra» (Lc 22,44).
21.5. Mira que no es exacto decir que el Ángel le consolaba, como quien aminora el sufrimiento; lo que hizo fue “darle fuerzas”: no le cambió de camino ni le quitó los obstáculos, sino que le dio fuerzas para recorrerlo. Una primera enseñanza has de tomar de aquí: nuestra angélica misión no es eliminar el dolor ni llevarte por donde no sufras, sino darte fuerza para que avances por la senda que Dios quiere para ti.
21.6. ¿Y cómo le “dio fuerzas”? Antes de responder esta pregunta, nota cómo la creación entera sirve al designio de Dios. No es un accidente que tantas veces se mencione nuestro ministerio angélico en los comienzos de la Buena Nueva. El mundo estaba, y también Israel, como estuvo Cristo en esa noche singular: sin fuerzas. Cansado de buscar y no encontrar, agotado de llorar a solas, aburrido de pensar que piensa sus pensamientos, fastidiado de la hipocresía, hastiado del placer, desalentado de pedir verdad y encontrar sólo opiniones y pareceres: todo esto quiere decir “sin fuerzas.” Y de aquí puedes tomar una segunda enseñanza: el plan de Dios admite que exista ese hombre sin fuerzas, sombra solamente del que Él creó, porque en esa última indigencia cada hombre comprueba que no es obra de sí mismo, y puede quizá volverse a su Dios y Señor.
21.7. Y una tercera enseñanza: el tiempo del mundo sin fuerzas es también tiempo para muchas obras de los Ángeles. El crepúsculo de la soberbia humana más de una vez coincide con el amanecer de la humildad angélica. Y no es raro que hacia el término de esa fatiga de los hombres despunte nuestra fortaleza, fundada en Dios.
21.8. ¿Qué hizo aquel Ángel? Su obra no estuvo en palabras; nada aconsejó, ninguna promesa hizo, ningún motivo de solaz mencionó. No le puso un velo a lo cruel e injusto de aquella hora; no ocultó lo espantoso del momento ni recordó ninguna profecía. No presentó ningún argumento; no explicó ni pretendió explicar la voluntad del Padre ni hizo ver la lógica interna de ese camino tan completamente incomprensible tanto para el Ángel como para el Hombre. No tocó la carne de Cristo que empezaba a sangrar; no acarició su cabeza llena de majestad, ni tuvo con él un gesto compasivo como el de los abrazos y cariños humanos. No fue tampoco la ocasión de que Cristo se desahogara con alguien, como cuando un hombre acongojado llama a su amigo para exponer sus cuitas y pesares.
21.9. ¿Qué hizo aquel Ángel? Debes preguntártelo a menudo, porque la respuesta te va a servir en muchos momentos a ti mismo, y muchas otras veces cuando estés próximo a las fuentes del dolor profundo de tus prójimos. Hay quien responde: «El Ángel solamente hizo compañía y donó su oración». Es verdad esto, pero ¿no estuvo acaso siempre rodeado de Ángeles el Hijo de Dios? ¿Y no es la adoración nuestra el eco que acompañó tantas veces su ministerio? Otro responde: «El Ángel, como en el Apocalipsis, estaba presentando la oración de Cristo.” No satisface esa respuesta. Aquella oración íntima y verdadera, como ninguna otra en todos los siglos, ¿tenía que ser “presentada” por alguien?
21.10. Aquel Ángel fue ante todo un testigo. Claro que fue una compañía amable y un excelso orante, pero, te repito, fue primero que todo un testigo. Jesús no estaba sumergido en un mar de protestas interiores ni de querellas contra su Padre del Cielo. Jesús ni esperaba ni quería ni le hacía falta alguien con quien aliviar su dolor expresándolo. Esto lo sabía hacer muy bien en la incomparable unión de sus súplicas al Padre. Pero Jesús sí quería y en cierto sentido esperaba y necesitaba un testigo.
21.11. Su naturaleza humana reclamaba ante todo la gloria de Dios, es decir, la expresión en la creación del Ser Divino. Y aquel Ángel, hecho visible a la humanidad de Cristo, es la primera expresión de la gloria divina en el acto de la obediencia de amor del Hijo a Dios Padre. En aquella noche de horrores la tenue luz del Ángel es el alba del día de la gloria. Aquel Ángel, enviado por Dios para compartir la oración más sublime que imaginarse pueda, alaba con todo su ser al Padre y al Hijo, y es así el primer testigo de la gloria que Dios habría de revelar en la obra de la redención. Y esto dio fuerzas a Jesucristo.
21.12. Ahora vete tú a tu predicación. Alaba a tu Señor.
21.13. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.