Desde el siglo XVII, el Milagroso de Buga ha tenido que escapar a varios intentos por destruirlo. Hubo una persona que quiso bajarlo de la cruz “para que descansara”. Son varias las historias de fe, esperanza y locura en torno de “El Milagroso”.
En la madrugada del jueves 29 de abril de 1937, Porfirio Dayarina, un joven de 23 años de edad, se levantó compungido y exasperado contra el Cristo de la ciudad de Buga, conocido como el Señor de los Milagros, porque a sus pies han acudido diariamente y durante varias generaciones peregrinos de todo el país a formularle fervorosamente sus peticiones, y muchos dicen ser escuchados.
Pero para Dayanira, el Señor de Buga, aunque milagroso, era muy terco y caprichoso porque no quería ayudarlo en sus necesidades. El joven, ofendido con el Cristo, se dirigió a la Basílica donde reposa la venerada imagen e ingresó con negras intenciones.
El Cristo estaba en el altar mayor, separado de los fieles tan sólo por una barda, pero no había necesidad de mayores precauciones ya que la ciudadanía, por respeto y también por miedo a perder los favores del Señor, no se le acercaba más de lo conveniente.
Porfirio Dayanira rebasó la barda, se acercó al altar, se persignó como cualquier fiel devoto, y atacó al Cristo con un machete, causándole una herida profunda de nueve centímetros en el costado derecho. Los daños hubieran sido más graves si el sacristán de la Basílica no aparece en ese momento e interviene, arriesgando su propia vida.
Cuando el alcalde de la ciudad le preguntó al agresor la razón de su ataque, este respondió: “El Milagroso venía pendejiando desde hace varios días y por eso lo ataqué”. En las semanas siguientes se celebraron grandes fiestas de desagravio y se aumentó la seguridad de la imagen. Del joven, que tuvo que pagar una condena pequeña, no se volvió a saber.
Veintinueve años después, el 4 de marzo de 1956, mientras el religioso Ernesto Uribe Ruiz oficiaba una misa en la Basílica, fue atacado por Rodolfo Quintero Barreto con un fino cuchillo de fabricación alemana recién comprado.
Al sentirse gravemente herido, según declaró el religioso, se reclinó sobre el altar del Señor de los Milagros esperando la muerte. Cuando los fieles acudieron en su ayuda, lo encontraron absolutamente ileso y sorprendido.
El agresor, un perturbado mental, fue detenido. No quiso explicar las causas de su acto y fue liberado luego de unos meses. El cuchillo, inexplicablemente, se había partido en tres partes. La seguridad de la Comunidad Redentorista, guardiana del santuario, fue reforzada aún más; los restos del arma se conservan aún en el Museo del Santuario.
Cuarenta años después, el 19 de marzo de 1996, Pedro Antonio Fajardo, un ex agente de policía, amaneció sin dormir, compadecido del “pobrecito Cristo”. El insomnio de varios días y su turbulento mundo interior lo habían agobiado durante las semanas anteriores. Ese día decidió que era hora de redimir al Redentor. Se dirigió a la Basílica, ingresó a la parte superior del altar mayor, donde detrás de unos vidrios de seguridad reposa la imagen. Impedido para acercarse, agredió con un martillo, que también se conserva en el Museo, los cristales que protegen el altar donde se encuentra el Señor de los Milagros, pero no pudo romperlos a pesar de la gran fuerza que imprimió a sus golpes.
Ante el ruido, varios fieles acudieron al altar, deteniendo al ex agente. Cuando le preguntaron el motivo de su acción, respondió con llanto en los ojos: “Es injusto que Nuestro Señor lleve 2.000 años clavado en esa cruz. Mi propósito era desclavarlo para que descansara”. Fue amonestado y liberado prontamente.
El Señor de los Milagros ha sorteado con éxito otros más graves peligros, como haber sido condenado hacia el año 1600 a la hoguera. En la capilla donde entonces se le veneraba, los fieles arrancaban astillas para llevárselas a sus casas como reliquias. Las autoridades eclesiásticas de Popayán, a las que por esos tiempos correspondían los asuntos religiosos de Buga, lo condenaron a la hoguera, pero el Cristo, no contento con salir ileso y negro, perfeccionó sus facciones durante la combustión hasta que adquirieron una dignidad impresionante, según los devotos.
“El Negrito”, como lo llaman cariñosa y respetuosamente los fieles, continuará resistiendo toda suerte de amenazas porque sabe que su oficio es enderezar de manera extraordinaria y milagrosa a una humanidad que por estos lados está cada vez más necesitada de esperanza.