Una de las maneras más rápidas para meterse en dificultades es dedicarse a hacer el bien.
Pero los problemas se agravan al evangelizar porque quien evangeliza está haciendo el más grande de los bienes: Abrir los ojos al ciego, dar la perla preciosa al pobre, sembrar esperanza a los abatidos, transmitir el amor de Dios a los que se sienten solos.
La misión del evangelizador es mostrar el camino al que se ha extraviado, liberar al cautivo, animar al débil y sanar al herido. El que evangeliza ofrece el mejor regalo: Jesucristo, como Salvador y Señor. Y lo entrega gratuitamente.
Ahora bien, si hacer un bien normal y sencillo causa problemas, hemos de estar preparados para una auténtica batalla cuando evangelicemos.
Con gozo y firmeza, Juan Bautista clamaba: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo… ¡Cambien sus vidas! El Reino de Dios está cerca”. Y por decirlo fue encarcelado. Pero no lo detuvo. Siguió evangelizando desde la prisión hasta que fue decapitado.
Jesús anunciaba de pueblo en pueblo: “El Reino de Dios está cerca”, y lo demostró curando a los enfermos. Las autoridades religiosas de Israel se burlaron de Él y lo insultaron. Fue abofeteado, azotado, coronado de espinas, y por fin clavado en una cruz.
Lo mismo le ocurrió a San Pablo por predicar el Evangelio a tiempo y destiempo. Sufrió fatigas y cárceles, palizas sin comparación, peligros de muerte, fue azotado cinco veces, tres naufragios, y una noche y un día en el mar; viajes con peligro de ríos, de bandoleros, peligros entre amigos, peligros entre paganos, peligros en la ciudad, peligros en despoblados, peligros con los falsos hermanos; trabajos y fatigas, noches sin dormir, hambre y sed, y frecuentes ayunos, con frío y sin ropa (2Cor. 11,23-27).
¿Parece demasiado? No. Pablo sabía que lo peor que le podía pasar era dejar de evangelizar. A pesar de todo lo que se le oponía, exclamaba: “¡Ay de mí si no evangelizo!”
¡Si proclamar el Evangelio era tan importante para San Pablo, no puede serlo menos para nosotros hoy!
Cuando los primeros cristianos comenzaron a ser perseguidos, oraron así: “Da a tus siervos plena valentía para anunciar tu mensaje” (Hech 4,29). Ellos no pidieron la supresión de los problemas ni la muerte de sus perseguidores. Lo que ellos necesitaban era decisión y valentía para seguir anunciando el evangelio, sin miedo a la cárcel ni a la muerte.
Proclamar que Jesús es “la piedra rechazada” es ganarse el rechazo (Hech. 4,11). Dar testimonio de un salvador crucificado trae consigo la cruz. Predicar virtudes como la humildad, el perdón, la pureza, la pobreza y la justicia es la mejor manera de hacerse antipático. Pero todo esto forma parte de la naturaleza misma de la evangelización.
No hay excusa para no evangelizar. Argumentar que uno es demasiado tímido no es excusa válida. Significa sólo que uno está demasiado preocupado por sí mismo. En lugar de eso deberíamos decir: “No me acobardo de anunciar el Evangelio, fuerza de Dios para salvar a todo el que cree” (Rom. 1,16).
Decir que no tenemos tiempo tampoco vale. Porque la verdad es que todos contamos exactamente con el mismo tiempo; la diferencia radica en como lo usamos.
Afirmar: “No estoy preparado, no tengo los conocimientos necesarios”, es otra excusa sin razón, ya que así afirmamos lo que debemos hacer para evangelizar; no conocer el plan de salvación, ignorar la verdad y no saber donde encontrar la felicidad es peor que no saber leer ni escribir.
Ninguna excusa es suficiente para liberarnos del deber de evangelizar. “Por tanto, no nos cansemos de hacer el bien, que si no desmayamos, a su tiempo cosecharemos” (Gal. 6,9)
¡Y que cosecha! ¡Nada menos que hombres y mujeres para la vida eterna! A pesar de todos los peligros, persecuciones, rechazos e insultos, a pesar del tiempo empleado, de las críticas y las miradas de la gente, con todo lo que implican el estudio y la preparación, este trabajo tiene que llevarse a cabo. Y solo puede hacerse con la valentía de los mártires y de los santos…