16.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
16.2. ¡Qué misterio tan profundo es la tentación! Cristo fue tentado y venció la tentación. La Escritura a veces dice que Dios quiere probarte (cf. Dt 8,2) y otras que Dios no prueba a nadie (cf. St 1,13). Cuando tú encuentres afirmaciones en apariencia contradictorias en la Sagrada Biblia no has de creer temerariamente que se trata de errores, ni esto por ninguna razón ha de disminuir tu fe en la Palabra, sino más bien has de pensar que detrás de toda contradicción aparente hay una realidad muy profunda que, precisamente en cuanto no es obvia, tampoco puede ser dicha de manera trivial y única.
16.3. Es lo mismo que sucede con la juventud. Es una etapa marcada de contradicciones en la generalidad de los casos: el desconcierto se une al arrojo; la baja autoestima a veces cohabita con la altanería y no es extraño ver juntos al miedo y el valor. ¿Por qué sucede así? Porque la juventud es tiempo de profunda complejidad en que no sólo hay que lograr nuevas metas, sino abrir nuevos caminos.
16.4. Tu pensamiento se hará joven aprendiendo a meditar en lo que resulta aparentemente contradictorio. Así te lo enseña la Escritura cuando elogia en el escriba su capacidad de meditar los enigmas (cf. Sir 3,29; 39,3). Las cosas elementales no son pensadas sino sólo archivadas, y es fácil imaginar que se las entiende porque se las recuerda. El enigma en cambio, que no es simple contradicción, es un desafío al entendimiento, un acicate que le obliga a ponerse en movimiento hacia una verdad más profunda y también más extensa.
16.5. Así sucede con la tentación, que es en sí misma un manojo de enigmas. ¿Por qué hay tentación? Esto es fácil responderlo cuando no se siente el vigor de una tentación. Pero precisamente la tentación es algo tan extraño que cuando no aparece se tiene de ella un concepto en cierto modo diverso de cuando aparece. Es que los conceptos existen en inteligencias concretas de seres concretos, y la tentación no es algo que esté completamente afuera, como si fuera un puro “objeto;” más bien su fuerza está en cambiar o por lo menos hacer vacilar la disposición o habitud del sujeto con respecto a lo que le rodea. Por ello pasa que el que se siente tentado sabe que el objeto es inconveniente, pero lo descubre en otro sentido tan apropiado para la felicidad que desea que, acallando el parecer primero, termina lanzándose a conseguir su propio daño.
16.6. Esto es lo más misterioso de la tentación, a saber, que causa una división en el sujeto que la padece: división que es múltiple y que supone el desgarramiento entre lo que se ha sido y lo que de repente parece que se puede ser; o también fragmentación entre las metas más valiosas y anheladas, por una parte, y los bienes o gustos más inmediatos, intensos o atrayentes, por otra parte. Pablo habló de esta división dolorosa en su Carta a los Romanos (Rom 7,14-24), y expresó también que este misterio sólo encuentra óptima salida a la luz del misterio de la gracia que Jesucristo concede. Mira, pues, cómo la tentación acecha ante todo a la unidad del sujeto. Por eso pide Dios que el corazón sea todo para él (cf. Dt 13,4; 1 Re 2,4; Sal 119,34; Col 3,23), porque el corazón dividido no hace lo que Dios quiere (cf. 1 Re 15,3). De ahí puedes deducir qué es lo primero que hay que pedir para “no caer en la tentación” (cf. Mt 6,13): amor. Así como lo oyes: amor, que es el único principio de unidad.
16.7. Si el que se siente proclive a dejar la senda recta se detiene un momento y le dice a Dios: “Ámame; muéstrame tu amor, raíz única de todo cuanto soy,” aquella tentación, que como máximo tendrá sólo la fuerza del bien de una creatura, será nada y vacío delante de Aquel que es el Bien por esencia. Entonces la tentación será superada y Dios será glorificado. ¿No has leído lo que dice aquel salmo: «Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te hice subir del país de Egipto; abre toda tu boca, y yo la llenaré» (Sal 81,11)? ¡Con qué claridad en otro lugar te enseña esto mismo que quiero inculcarte: «Invócame en el día de la angustia, te libraré y tú me darás gloria» (Sal 50,15)!
16.8. “¡Invócame!” dice tu Dios, porque si le llamas, te abre (cf. Mt 7,8), te muestra sus tesoros, que están todos en Cristo (cf. Col 2,3), y tú sientes, gustas y saboreas cuán suave es el Señor (cf. Sal 34,9). Con este sabor en tu boca, ¿pretenderá tu paladar otra dulzura, buscará otro deleite?
16.9. He aquí por qué el diablo reporta tantas victorias sobre la raza humana. Se os ha dicho y muchos de tus hermanos creen que vencer la tentación es renunciar a un placer o ventaja y quedar simplemente como perdedor. Esto es sólo la mitad de la verdad. Repasa el ejemplo que te he dado: no es lo mismo dejar de comer un plato delicioso teniendo la boca vacía que renunciar a él porque la boca conoce y posee otro deleite. Esto, entre otras cosas, quiso enseñar Cristo a sus discípulos cuando les dijo: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis» (Jn 4,32).
16.10. Un santo no es el que se quedó sin placer, sino el que halló la fuente del placer que no se deprecia, ni ensucia, ni confunde, ni traiciona. Y si tú invocas a Dios el día del peligro, si golpeas a su puerta con la mano del ardiente deseo de su gloria, Él también a ti te mostrará su amor y sentirás en lo más escondido de tu corazón una cercanía indescriptible con el Manjar de los Ángeles, y frente a este gozo todas las ofertas del mundo te parecerán poco para vencer.
16.11. Yo quiero que tú venzas. Quiero que nada en las creaturas te vuelva a engañar. Quiero que, como flecha lanzada por el Amor que no declina, llegues a tu meta, y junto a mí cantes las alabanzas a nuestro Dios y Señor.
16.12. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.