Dicen que por la Navidad todos nos ponemos blanditos. El niño o la niña que llevamos dentro sale a flote, y de repente nos sentimos capaces de soñar, de recordar, de estremecernos de alegría o de dejarnos invadir por la ternura.
Tal vez no soportaríamos dos Navidades en un año; pero no soportaríamos tampoco un año sin Navidad.
¡Cuánta falta nos hace volver al pesebre y sonreír maravillados ante el milagro del amor que se esconde entre pajas y se abriga entre los pliegues del manto de María! Del pesebre aprendemos que tal vez las grandes respuestas sean más sencillas que nuestras grandes preguntas. Quizá lo hemos complicado todo sin verdadera necesidad.
Las cosas se complican no cuando amamos sino cuando creemos que tenemos que buscar razones para no amar. ¿Has visto que frase tan larga y tan fea: “creemos que tenemos que buscar razones”…? Es una frase complicada, fatidiosa, esterilizante. Y así son nuestras disculpas: nos complican, nos fastidian y nos esterilizan.
El Niño del Pesebre es el niño sin disculpas. Es el amor que ya no pide más permisos sino que de improviso se lanza a una aventura de vértigo. Y desde Belén hasta el Calvario, este Niño, que no supo dejar de amar, dibujó sobre la faz de la tierra el rostro de un Amor capaz de rescatar a las víctimas del pecado y de la muerte.
La dulce simplicidad del pesebre nos enamora. Este bebito a todos acoge, a nadie rechaza. Es el Dios Amable. Su casa, aunque es pequeña, tiene espacio para todos. No hay grandes pinturas, salvo el rostro extasiado de María, ni hermosas esculturas, salvo la perfecta adoración de San José.
En esta humilde casa no hay música de orquestas, aunque sí unos cuantos coros de ángeles. No hay mucha elocuencia de palabras, porque la Palabra Encarnada a veces calla y duerme, a veces llora y canta.
Belén, ¡bendito milagro! Me transportas a tu misterio, me envuelves con tu melodía, me sacias con tu dulzura.