9.1. Piensa que tu alma no tiene fronteras. Eres infinito hacia adentro, y, como ya te dije alguna vez, mi tarea es guiarte hacia adentro, porque esa es la dirección del infinito. Aquellos primeros padres de la raza humana, Adán y Eva, fueron llamados por Dios hacia el infinito del amor y del conocimiento. En vosotros, que sois sus hijos, está ese impulso que os hace buscar el conocimiento más allá de la utilidad, y el amor más allá del placer.
9.2. Pero en el estado en que quedó la humanidad cuando Dios quiso que la muerte fuera remedio a la rebeldía del pecado, el modo de felicidad del puro conocer y más disfrutar, modo que de suyo es infinito, se ve truncado por la muerte y por sus señas en la vida, que son la enfermedad y la vejez, pero también el cansancio, el tedio y el absurdo. Por eso muchos piensan que la felicidad no es posible ya para la raza humana, porque sólo admiten aquella felicidad que quedó frustrada después de la obra del pecado.
9.3. Y tienen razón, de algún modo: si sólo existiera esa felicidad, no habría para vosotros más esperanza que el éxtasis pasajero que producen la sorpresa, el placer o los más diversos vicios de la concupiscencia.
9.4. Si quieres ser feliz, entonces -y Dios te ha hecho, como sabes, de modo que no puedas no quererlo-, has de encontrar otras maneras de felicidad, precisamente las que te revela la Palabra Divina en la Escritura, y sobre todo, en la vida, muerte y resurrección del Adorable Jesucristo.
9.5. Cristo es un modelo extraño de felicidad. No parece feliz, salvo en algún pasaje en que se estremece de gozo por ver los caminos de revelación del Evangelio a los pequeños (Lc 10,21). Y sin embargo, en Él está el perfecto gozo, esto es, el gozo que en realidad os está destinado. En efecto, ¿de qué aprovecha soñar una alegría como la del conocimiento incesante o la del placer sin interrupción? ¿Acaso tienen fuerza vuestros sueños como para ser realidades que os cobijen y defiendan del frío que retorna siempre implacable a posarse en vuestras almas?
9.6. ¿Cuál es la felicidad de Cristo? Esta es la pregunta que debes hacerte en cada paso, a cada mañana; en cada tarde y por medio de la noche. Ninguna pregunta puede hacerte tanto bien como ésta, que te servirá de linterna para el camino. Es tal la presunción del corazón humano que, si conocieras todo el camino, creerías que tu conocimiento es tu felicidad, mas resulta que no es saber el camino, sino andar el camino lo que te puede hacer semejante a Cristo y a su felicidad. Por eso no necesitas un mapa, sino una linterna. Al final, cuando vuelvas la vista atrás, es mi deseo que tengas la satisfacción inefable de ver lo recorrido, y de gozarte en el conocimiento del camino realizado. En ese final tu conocimiento no reñirá con tu obediencia y por eso no te hará daño. Pero por ahora, que te baste la linterna.
9.7. Para usar esta luz de que te hablo no es suficiente con mirar qué hizo Jesucristo, sino también con qué intención y con qué corazón lo hizo; precedido de qué y seguido de qué; ante quiénes y de qué manera; por cuánto tiempo y con qué énfasis; acompañado de qué palabras y de cuáles silencios. Recuerda que Cristo revela su misterio no sólo con lo que hace, materialmente hablando, sino con toda la vida que despliega en la armonía con que obra; una armonía que es digna de su Cielo.
9.8. Nota, por ejemplo, cómo armoniza Él la dulzura y la pureza de la infancia, con el arrojo y fortaleza de la juventud, y con la sabiduría y comprensión de la edad avanzada. ¡Él resume lo mejor de cada tiempo de vuestra vida en una síntesis preciosa que es tan grata de contemplar y adorar!
9.9. Mira cómo armoniza la gravedad del semblante con la mansedumbre de la expresión; la claridad de las palabras con la belleza de su forma; la delicadeza en el trato con la autoridad inigualable de su presencia; la capacidad de acoger a todos con la libertad de quedarse solo; la intensidad de la oración incesante con el despliegue de una actividad sorprendente; la paz imperturbable de su alma con la infinita sensibilidad al dolor que le rodea; el lenguaje a todos accesible con la profundidad incalculable de su enseñanza; la resolución de una voluntad inconmovible con la apertura a las circunstancias y súplicas imprevistas de las más diversas personas; el anuncio de un gozo incomparable con la previsión de las dificultades futuras; la absoluta negación de sí mismo con la serena conciencia de su altísima misión. ¿Habías visto semejante conjunto?
9.10. Descubre la armonía que conserva entre el silencio y la palabra. Fíjate cómo todos cuentan con Él pero Él es sólo del Padre; ningún sufrimiento le es ajeno y ninguno le parece demasiado. No descuida lo pequeño por lo grande, ni lo grande por lo pequeño. No desprecia lo antiguo ni se le apega; no se fascina por lo nuevo ni lo desatiende. Ama a todos, escucha a todos, sabe de todos, pero no espera sino de Dios Padre. Le engrandecen los ruegos y no los honores; lo mueven las necesidades del prójimo y no sus riquezas; no es duro con los pecadores sino con los que pretenden juzgarlos, y sin embargo no hay pecado que resista en su majestuosa presencia.
9.11. ¡Es tan bello Jesucristo! ¡Es tan santo Jesucristo! ¡Es tan grande, tan sabio, tan fuerte Jesucristo! Piensa, hermano mío, que fue tu naturaleza humana y no mi naturaleza angélica la que Él quiso tomar como suya. Mírale tan tuyo, y repite muchas veces lo que dice aquel Credo: “…por nosotros, y por nuestra salvación”. Si por alguna razón quisiera yo ser hombre, que no lo quiero pues no está en la disposición divina para mi vida, sería sólo para mirar un instante a Jesucristo y decirle a mi corazón: “Es Dios como el Padre, y hombre como yo”.
9.12. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.