Vivir la misa en actitud mariana constituye para las familias jóvenes la catequesis mariana más bella y mejor lograda. Efectivamente, se dan cuenta de que una fuerte experiencia eucarística tiene necesidad de la presencia discreta, pero obligada, de María; más aún, tiene necesidad de que cada cristiano pase a través de todas las fases del misterio mariano asumiendo la actitud mariana típicamente femenina como constitutivo normal de su “situarse frente a Dios” para dar gracias. Solamente la persona pobre, abierta a Dios, dispuesta a las llamadas del Espíritu, puede hacerse capaz de manifestar a Dios su agradecimiento, es decir, de hacer eucaristía. En una sociedad como la actual, en la que cuenta más el que más puede, el que es más fuerte, el que es más rico, queda poco espacio para una celebración eucarística vivida, a no ser que aceptemos dirigirnos a la parte más pobre de nuestro ser, la cual, por tener capacidad receptiva, es capaz de ponerse en una actitud de paciente espera. Y esta parte, en cada uno de nosotros, es la parte femenina de nuestro ser, es la parte mariana.
María de Nazaret se convierte en el símbolo de esta serena pobreza que aguarda y al propio tiempo se hace profecía cumplida de la misma. En efecto, María es quien, siendo libre y liberada, sabe dar gracias, sabe ser eucarística, sabe cantar al único Poderoso a quien ella acepta como Señor de su vida y de la historia entera. Toda actitud mariana que llegue a repetirse en el cristiano, así como toda fiesta mariana que la proponga de nuevo como punto de referencia pueden llegar a ser uno de esos signos-memoriales tan subrayados y tan preciosos en la historia del pueblo de Dios, tanto del AT como del NT.
Los diversos momentos históricos que vieron a esta mujer envuelta en la dinámica del nuevo éxodo, del Sinaí de la nueva alianza, en la respuesta coral del amén a Dios que la salvó a ella y a su pueblo, se convierten en elementos concretos que nos señalan hoy a nosotros las actitudes que hemos de asumir, tanto dentro de la convocatoria dominical como sobre todo, dentro de nuestro caminar por el destierro que nos ve operantes durante la marcha a lo largo de la semana. Todo esto se convierte en una respuesta consciente al mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía”, y al mismo tiempo se hace respuesta obediente al consejo de María: “Haced cuanto él os diga”. En términos concretos todo esto significa: “Entrad en la lógica del morir por los hermanos”, puesto que “sólo el que pierda su vida la encontrará”.
La praxis semanal tiene aquí su explicación y su justificación y no podrá menos, por consiguiente, de ser intensa hasta el punto de transformar la realidad del mundo en realidad de Dios. La eucaristía vivida con esta intensidad crea hombres peligrosos, decididos a todo, por la conquista de la verdadera libertad: una libertad cantada, compartida, vivida, lo mismo que sucedió en María, la mujer que nunca se rindió sino que aguardó, en el don del Espíritu, la esperanza bienaventurada.
Una vida eucarística vivida con una actitud mariana no sólo enuncia los misterios del rosario, sino que los transforma en momentos de vida recogida dentro de los dos grandes momentos significativos del “He aquí la esclava del Señor” y de la presencia en medio de los amigos de Jesús, mientras esperaban el Espíritu. En este largo periodo de espera hay espacio suficiente para “conservar la palabra en el propio corazón” (Lc 2,19.51) y para hacer de ella una profunda exégesis, interpretándola a la luz de los acontecimientos, en los que Dios sigue realizando sus maravillas. Y entre un domingo y otro hay espacio suficiente para marchar a toda prisa y llevar la gracia del Verbo a los hermanos que esperan “al otro lado de los montes de Judea”, acompañando a la Virgen de la Visitación.