Los buenos ejemplos
Federico ve en su modo sencillo de vestir un modo de servir más directamente al pueblo de Dios. Fidelio quiere opinar al respecto.
–Nobles deseos, hermano mío, nobles deseos que no debes dejar perder, aunque la herrumbre de los años y el viento solano de las tentaciones quieran resecar tu corazón inquieto. Todos pasamos por dificultades y desiertos, pero el que usa los medios que la Iglesia le ofrece sale victorioso más pronto y mejor. Por eso yo amo mi sacerdocio y quiero mi sotana. Para mí no es una obligación ni un castigo. No es un pretexto para privilegios sino un modo de servir a la grey del Señor. ¿Y qué puede ser más necesario hoy, Federico, que vemos a la juventud tan descarriada y a la familia sitiada por todas partes? Para mí la sotana no es un fin sino un medio. ¿Cuántas veces me ha sucedido que voy por un parque, por ejemplo, rezando mi rosario o simplemente contemplando el paisaje delicioso, y algún muchacho se me acerca y me consulta algo? ¡Si yo te contara las conversiones que se han dado gracias a estos trapitos que tú desprecias tan fácilmente! Cada vez que eso sucede yo solamente me digo: “Loado sea mi Señor: si yo no hubiera llevado mi sotana, esa alma jamás hubiera encontrado el camino.”
–Tú sabes, Fidelio, que yo te respeto, y si alguna vez hago un chiste es por distensionar el ambiente y para que no te me pongas más clérigo de la cuenta. Pero ya hablando en serio: yo tengo un pequeño reparo que hacer a tu historia, que es muy linda, la de las confesiones en el parque…
–Perdón que te interrumpa: no son confesiones en el parque. Las conversaciones son en el parque, pero para la confesión yo siempre exhorto a los muchachos, y sobre todo a las niñas, a que acudan al confesionario. Cualquier persona que lo vea a uno familiarizando con una mujer fácilmente se imaginará que uno está faltando al celibato, porque tú sabes que en estos tiempos la gente es muy mal pensada. En lo cual yo veo otra ventaja de la sotana, o del hábito de los religiosos: tu comportamiento y el de la gente que te rodea de inmediato sube de tono y de calidad. Es que la ropa ayuda, Federico, así tú no quieras admitirlo…
–¡No, yo no lo niego! La ropa ayuda, por supuesto, y ayuda para muchas cosas. Yo me acuerdo, cuando estaba haciendo la Licenciatura en el Laterano, que prácticamente nos tocaba ir de clergyman todos los días. Y recuerdo un experimento sencillo: cómo me trataba la gente cuando iba de cura y cuando iba de paisano. El resultado fue contundente: como si se tratara de dos personas distintas. Una vez, nada más que por hacer la prueba, me fui a la Universidad en día de clase pero sin mi cuello blanco. Y me fui derecho a la secretaría de la facultad de canónico, dizque a pedir un certificado para mí mismo. Mira: ese rato lo gocé como no te puedes imaginar. No me hagas esa cara, que no hice ningún pecado mortal. Yo era por verle la cara a la secretaria esa, Silvana, como que se llamaba…
–¿Y qué había de particular con esa señora o señorita?
–¡Todo era particular en ella! Mucha sonrisa, mucha amabilidad, mucha eficiencia pero para los padrecitos, y de ahí para arriba: monseñores, obispos, cardenales… Espera te cuento lo que pasó ese día. Eso era como final de verano, y tú sabes cómo es el sofoco en Roma por ese tiempo. El hecho es que yo llegué, y estábamos seis personas esperando a que la niña Silvana nos atendiera. Tres sacerdotes con clergyman, una señorita como de unos veintitantos años, una señora ya mayor, y yo, que iba de incógnito. Pero el orden en la fila no era ese. Yo estaba de tercero. Mejor dicho estábamos así: un cura, la señora mayor, yo, otro cura, la señorita, y el otro cura.
–¡Madre de la Divina Gracia! ¿Cómo es eso que después de siete o más años todavía te acuerdas de cuántas personas estaban y en qué orden? Me atrevo a preguntarte, y perdona si me entrometo en tu conciencia y tu fuero interno: ¿no será que le estás dando demasiada importancia a hechos completamente fortuitos que no merecen más atención que la que le damos a lo accidental?
–No te pongas tan trascendental tan rápido, Fidelio, que esta historia, como dicen los españoles, no tiene desperdicio. Has de saber, ante todo, que Silvana se las arregló para cambiar el orden de llegada, y como yo no era “cura” en ese momento, quedé relegado. Lo mejor era oír a la señora y la muchacha, porque ellas tontas no eran. A un cierto momento le dice una a la otra: “¿Tú vas a ser un día decana de esta Facultad?” Y la otra le dice que no. Y sigue la primera: “Ya entiendo por qué esta secretaria atiende como atiende a la gente.
–¡Es una anécdota, Federico, una simple anécdota, que puede ser de otro modo hoy o que pudo haber sido de manera distinta incluso cuando sucedió!
–Pues yo no lo creo tanto, Fidelio. De hecho, uno de los de ese día está de decano de la Facultad. Y yo no niego que sea un hombre muy capaz, sino que, para risa de mi alma, ¡Silvana sigue de secretaria! ¡Ríete hombre, y no te amargues, que esa es la naturaleza humana! Todo muy bien, todo muy piadoso al principio, pero lo que empieza como una muestra de santidad luego se vuelve una muestra de vanidad, y lo que al principio es “busquemos el poder para servir” luego se vuelve “busquemos quien nos sirva para el poder.” Por eso yo creo que la Iglesia necesita renovarse continuamente y que cada vez que canonizamos un estilo estamos abriendo espacios al oportunismo y los artificios del corazón humano se vistean de espiritualidad y de sacralidad.
Federico y Fidelio no reirían probablemente de los mismos chistes, aunque pronto descubrirán que hay otras cosas que quizá los unen. Seguimos la próxima semana…