La revelación más alta
Una de las cumbres más altas de la revelación bíblica es aquella expresión, concisa y audaz, de la Primera Carta de Juan: “Dios es Amor”. En ella se condensa, de cierto modo, todo lo que sabemos de Dios y todo lo que Él espera de nosotros.
Sin embargo, para captar en su hondura esta síntesis de nuestro conocer sobre Dios, y para entenderla como Él quiere, hemos de tener presente que la palabra “amor” no es un saco vacío que cada uno puede llenar según su gusto o su criterio. El amor tiene un rostro definido en Jesucristo, el Revelador del Padre. Así como es grande saber que “Dios es amor”, así es pobre quedarnos con nuestras escalas y modelos de amor, sin atender a Jesucristo, en quien el amor adquiere todo su sentido y muestra todo su poder.
Con otras palabras: sabemos que “Dios es amor” porque Él nos amó primero (1 Jn 4,19). Dios primero llenó de contenido la palabra “amor” a través del camino que Jesús anduvo con nosotros, y luego nos permitió reconocer en ese amor manifiesto la señal inequívoca de su propio ser, de su propia esencia.
¿Y qué es amor?
El amor comprende en su rica realidad una multitud de dimensiones que se traslapan y fecundan mutuamente: es sentimiento, no cabe duda, pero también pasión, fuerza, vivencia, voluntad, experiencia de vida, fuente de alegría.
Además, el amor es principio de acción y raíz de toda genuina comprensión de otra persona. Nadie ama lo que no conoce, es verdad, pero nadie comprende a quien no ama.
Su naturaleza es paradójica. Asociamos el amor con casi todo lo bueno y vigoroso que tenemos, hasta el punto que una vida sin amor nos parece y de hecho resulta invivible. Mas, por otro lado, el amor nos hace capaces de sufrimiento: nos des-centra, y por ello nos hace depender del bien, la alegría y el futuro de aquellos a quienes amamos.
Así resulta que el mismo amor nos hace fuertes para luchar y débiles para sufrir.
De hecho, a menudo llegamos a conocer el amor que alguien nos tiene cuando le vemos sacrificarse y llegar a sufrir por nosotros. Así sucede por caso típico con nuestros papás. Al paso de los años llegamos a descubrir cuánto han hecho y padecido por nosotros y entonces quedamos convencidos de su inmenso amor.
Nuestro ser está “diseñado” para el amor
Ahora bien, el lenguaje del amor resulta comprensible a nuestro sentir y pensar porque nuestro ser mismo es sensible a la realidad de la donación del ser. Como diría Santo Tomás de Aquino, el ser de la creatura es “contingente”: no es debido, no tenía que existir.
El hecho mismo de nuestra existencia, entonces, nos abre a la realidad de una donación primera que no podemos entender sino como un acto fantástico de azar o un acto prodigioso de amor.
Si aceptamos lo primero, diremos con los existencialistas ateos que la vida no tiene más sentido que el cada quien le asigne, y cuando alguien desfallezca en su esfuerzo de alimentar su propio ser, no habrá más puertas que la nada, la náusea y el suicidio.
Si por el contrario, aceptamos lo segundo, de cierto que la vida se convierte en el terreno mismo en que florece el amor, y sus días son como los renglones en que esta palabra, breve pero inacabable, se va desgranando con las horas y los eventos felices o tristes de nuestra pequeña historia.
Y una vez que descubrimos el existir como regalo aprendemos también a recibir todo lo creado como expresión de un amor que nos antecede, nos sobrepasa y nos abriga. Así llegamos a sentir que “Dios, el Creador, es Amor”.
La gracia, culmen del amor
Pero nuestra breve reflexión no puede seguir sin más su alegre andadura. Es verdad que existe la alegría de estar en medio de la creación, con toda su belleza y el resplandor de verdad que nos regala, pero esa misma creación es codiciada por los hombres, y de sus codicias nacen riñas, envidias, soberbia, violencia. Ya desde el comienzo, desde Caín y Abel, la creación, que debiera ser jardín de todos, se ha convertido en arena de combates y escenario de batallas. ¿Destruye esto la revelación del amor?
Por obra del pecado el mundo se convirtió en lenguaje de odios, concupiscencias crueldad y absurdo. Pero no para siempre. Dios iluminó la conciencia de su pueblo elegido dándole los mandamientos, y luego infundió en Israel la firme esperanza de un día distinto, que habría de llegar con Jesucristo.
La gracia, expresión viva del perdón que hace nuevas todas las cosas, es el gran mensaje del Mesías. Su manera de predicar, sus milagros, sus exorcismos, sus noches cargadas de oración y días cargados de misericordia… todo ello es un lenguaje nuevo y hondo que nos remite a la noticia magnífica de la gracia: “tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito…” (Jn 3,16).
Nuestra existencia era y es debida al amor creador; nuestra paz con el Creador era y es debida al amor redentor, al amor de gracia en el cual hemos encontrado a Dios despojándose de sí mismo (Flp 2,5-11), de modo tal que, como escribe Santa Catalina de Siena, “más no nos podía dar”.
Es entonces en el despojo de sí mismo, expresión de una donación absoluta, es allí sobre todo, en la hora de la cruz, donde descubrimos quién es Dios. Es allí donde aprendemos a decir con abismado asombro: “Dios es amor”.