Mientras que tanta gente se goza en minimizar las diferencias entre hombre y mujer yo me gozo en descubrir cómo somos maravillosamente distintos, y cómo esa distinción revela tanto de la belleza y la sabiduría del Creador.
Por ejemplo, ¿qué suele suceder donde no hay mujeres o donde la presencia de lo femenino es mínima? El mundo del hombre, del varón, tiende a ser frío, rudo, en blanco y negro, gobernado por la lógica pero desprovisto de vida y color.
¿Gana en todo la mujer? No necesariamente. El mundo de la mujer, dejada a su propio impulso, puede volverse increíblemente pequeño. Sus intereses pueden concentrarse de un modo dramático en unas pocas personas, unos pocos lugares, unas pocas preguntas con sus consabidas respuestas.
Por supuesto, ser hombre no es ser insensible ni ser mujer es ser sensiblera. Hay hombres con una gran capacidad de transmitir vida, color y afecto; y hay mujeres que amplían sin cesar su horizonte de vida y de interés, y saben preocuparse con sinceridad y eficacia por personas más allá de su ambiente inmediato. De hecho, Jesús es un hombre así, y María es una mujer así.
Si señalo, pues, todo esto, es porque creo que mirar los excesos o defectos nos ayuda a tener cuidado de nosotros mismos. Y es un hecho que la tentación del mundo masculino es volverse frío, y la del mundo femenino es volverse pequeño.