Muchas de las aplicaciones tecnológicas han nacido o han crecido para fines perversos, tales como matar con mayor eficiencia o proporcionar placer barato y desechable. La pregunta es qué tanto debe preocuparnos ese origen deplorable y también qué tanto derecho tenemos de quejarnos de la misma tecnología que luego finalmente todos usamos.
La cosa es más complicada si uno hace preguntas realmente incómodas. Leí por ejemplo alguna vez que si todos los conductores en Francia obedecieran las leyes de tránsito colapsaría la economía. En cierto modo el sistema económico depende de que muchas personas cometan pequeñas infracciones (algunos excesos de velocidad, es lo único que se me ocurre ahora) que hacen que los productos estén a tiempo. No sé si esa información es completamente cierta ni si vale sólo para Francia o también para otros lugares pero el punto da qué pensar.
Otro caso es el teléfono. Gracias a Skype puedo comunicarme con amigos y familia en los Estados Unidos a un precio de dos centavos de dólar el minuto. Skype puede sostener esas tarifas no por mis llamadas, que son ocasionales, sino por la multitud de usuarios que tiene. En esas millones de llamadas hay de todo, lo mismo que en Internet. La comunicación satelital es posible porque alguien está pagando que millones de bytes por segundo fluyan sin cesar a través del Atlántico. Muchos de esos millones de bytes son correo basura, pornografía, comedias estúpidas, videos de rock lleno de violencia y vulgaridad. Junto a todo ese “cargamento” va mi llamada de Skype. La pregunta es: si toda la gente obedeciera las reglas, es decir, si sólo se hicieran las cosas bien, con decencia y moralidad, ¿tendría yo las llamadas a 2 centavos el minuto?
Dicho de modo breve y dramático: el mercado vive principalmente de sus usos perversos. Si no hubiera tantas personas queriendo ver modelos majaderas en vestido de baño yo difícilmente podría ver a mi mamá. Y lo mismo vale para muchas otras cosas: los supermercados están bien nutridos y hay variedad en ellos porque hay muchos buenos negocios que se hacen allí, y muchos de esos negocios son buenos porque explotan la vanidad, la sensualidad, la superficialidad o las bajas pasiones de la gente.
Ahora la pregunta es qué debe uno pensar y qué debe hacer ante eso. ¿Debo dejar de llamar a mi mamá para que el sistema colapse y se acaben sus usos execrables? ¿Debo dejar de comprar el pan francés que se vende en el mismo supermercado que hace dinero ofreciendo revistas para adultos? ¿Me olvido de subirme a un avión por el hecho de que casi toda su tecnología alguna vez ha servido para matar seres humanos?
San Agustín tiene una teoría que creo que puede aplicarse aquí. Como hombre inteligente, él observó que también entre los paganos y los enemigos de la Iglesia se habían dado lo que nosotros hoy llamaríamos “adelantos.” Agustín no pensaba tanto en el caso de la tecnología, que no era la semidiosa que es hoy, sino en la filosofía y el pensamiento. Y su postura es que lo bueno que hay en esas culturas ya es nuestro y en cierto modo ha sucedido en razón de nuestro bien (véase Hom. xiv, 3, in Genes.). Eso es nuestro porque nuestro es Jesucristo y nosotros de él.
Si uno toma en serio que todo bien nos ha sido dado en Jesucristo, debe afirmar que todos los bienes tienen su unidad última en él. Y si hoy vemos que hay bienes mezclados con males, razona el santo de Hipona, es derecho y deber nuestro unir esos bienes al Cristo de quien proceden.
Con otras palabras: a través de la guerra, el mercado sucio o las bajas pasiones vienen a la existencia cosas que en sí mismas no son malas y que de hecho son ajenas al mal aunque puedan usarse con tal propósito. Y hemos de considerar que en la existencia de ellas Dios muestra su poder y su providencia, y guía de modo arcano la Historia, como más allá de sí misma, hacia una plenitud que los mismos inventores de tales ideas o artificios desconocen.