Había una vez una escuela en medio de las montañas. Los chicos que iban a aquel lugar a estudiar, llegaban a caballo, en burro, en mula y en patas. Como suele suceder en estas escuelitas perdidas, el lugar tenía una sola maestra una solita, que amasaba el pan, trabajaba una quintita, hacía sonar la campana y también hacía la limpieza.
Me olvidaba: la maestra de aquella escuela se llamaba Virtudes Choique. Era una morocha más linda que el 25 de Mayo. Y me olvidaba de otra cosa: Virtudes Choique ordeñaba cuatro cabras, y encima era una maestra llena de inventos, cuentos y expediciones. (Como ven, hay maestras y maestras). Esta del cuento, vivía en la escuela. Al final de la hilera de bancos, tenía un catre y una cocinita. Allí vivía, cantaba con la guitarra, y allí sabía golpear la caja y el bombo.
Y ahora viene la parte de los chicos. Los chicos no se perdían un solo día de clase. Principalmente, porque la señorita Virtudes tenía tiempo para ellos. Además, sabía hacer mimos, y de vez en cuando jugaba al fútbol con ellos. En último lugar estaba el mate cocido de leche de cabra, que Virtudes servía cada mañana. La cuestión es que un día Apolinario Sosa volvió al rancho y dijo a sus padres:
¡Miren, miren … ! ¡Miren lo que me ha puesto la maestra en el cuaderno! El padre y la madre miraron, y vieron una letras coloradas. Como no sabían leer, pidieron al hijo que les dijera; entonces Apolinario leyó:
“Señores padres: les informo que su hijo Apolinario es el mejor alumno”. Los padres de Apolinario abrazaron al hijo, porque si la maestra había escrito aquello, ellos se sentían bendecidos por Dios.
Sin embargo, al día siguiente, otra chica llevó a su casa algo parecido. Esta chica se llamaba Juanita Chuspas, y voló con su mula al rancho para mostrar lo que había escrito la maestra:
“Señores padres: les informo que su hija Juanita es la mejor alumna”.
Y acá no iba a terminar la cosa. Al otro día Melchorcito Guare llegó a su rancho chillando como loco de alegría: ¡Mire mamita,… ! ¡Mire, Tata… ! La maestra me ha puesto una felicitación de color colorado, acá.
Vean: “Señores padres: les informo que su hijo Melchor es el mejor alumno”.
Así a los cincuenta y seis alumnos de la escuela llevaron a sus ranchos una nota que aseguraba: “Su hijo es el mejor alumno”.
Y así hubiera quedado todo, si el hijo del boticario no hubiera llevado su felicitación. Porque, les cuento: el boticario, don Pantaleón Minoguye, apenas se enteró de que su hijo era el mejor alumno, dijo: Vamos a hacer una fiesta. ¡Mi hijo es el mejor de toda la región! Sí. Hay que hacer un asado con baile. El hijo de Pantaleón Minoguye ha honrado a su padre, y por eso lo voy a celebrar como Dios manda.
El boticario escribió una carta a la señorita Virtudes. La carta decía:
“Mi estimadísima, distinguidísima y hermosísima maestra: El sábado que viene voy a dar un asado en honor de mi hijo. Usted es la primera invitada. Le pido que avise a los demás alumnos, para que vengan al asado con sus padres. Muchas gracias. Beso sus pies, Pantaleón Minoguye; boticario”.
Imagínese el revuelo que se armó. Ese día cada chico voló a su casa para avisar del convite. Y como sucede siempre entre la gente sencilla, nadie faltó a la fiesta. Bien sabe el pobre cuánto valor tiene reunirse, festejar, reírse un rato, cantar, saludarse, brindar y comer un asadito de cordero.
Por eso, ese sábado todo el mundo bajó hasta la casa del boticario, que estaba de lo más adornada. Ya estaba el asador, la pava con el mate, varias fuentes con pastelitos, y tres mesas puestas una al lado de la otra. En seguida se armó la fiesta.
Mientras la señorita Virtudes Choique cantaba una baguala, el mate iba de mano en mano, y la carne del cordero se iba dorando. Por fin, don Pantaleón, el boticario, dio unas palmadas y pidió silencio. Todos prestaron atención. Seguramente iba a comunicar una noticia importante, ya que el convite era un festejo.
Don Pantaleón tomó un banquito, lo puso en medio del patio y se subió. Después hizo ejem, ejem, y sacando un papelito leyó el siguiente discurso:
Señoras, señores, vecinos, niños. ¡Queridos convidados! Los he reunido a comer el asado aquí presente, para festejar una noticia que me llena de orgullo. Mi hijo mi muchachito, acaba de ser nombrado por la maestra, doña Virtudes Choique, el mejor alumno. Así es. Nada más, ni nada menos…
El hijo del boticario se acercó al padre, y le dio un vaso con vino. Entonces el boticario levantó el vaso, y continuó:
Por eso, señoras y señores, los invito a levantar el vaso y brindar por este hijo que ha honrado a su padre, a su apellido, y a su país. He dicho.
Contra lo esperado, nadie levantó el vaso. Nadie aplaudió. Nadie dijo ni mu. Al revés. Padres y madres empezaron a mirarse unos a otros, bastante serios. El primero en protestar fue el papá de Apolinario Sosa: Yo no brindo nada. Acá el único mejor es mi chico, el Apolinario.
Ahí no más se adelantó colorado de rabia el padre de Juanita Chuspas, para retrucar: ¡Qué están diciendo, pues! Acá la única mejorcita de todos es la Juana, mi muchachita.
Pero ya empezaban los gritos de los demás, porque cada cual desmentía al otro diciendo que no, que el mejor alumno era su hijo. Y que se dejaran de andar diciendo mentiras. A punto de que don Sixto Pillén agarrara de las trenzas a doña Dominga Llanos, y todo se fuera para el lado del demonio, cuando pudo oírse la voz firme de la señorita Virtudes Choique.
¡Párense… ! ¡Cuidado con lo que están por hacer … ! ¡Esto es una fiesta!
La gente bajó las manos y se quedó quieta. Todos miraban fiero a la maestra. Por fin, uno dijo: Maestra: usted ha dicho mentira. Usted ha dicho a todos lo mismo. Entonces sucedió algo notable.
Virtudes Choique empezó a reírse loca de contenta. Por fin, dijo: Bueno. Ya veo que ni acá puedo dejar de enseñar. Escuchen bien, y abran las orejas. Pero abran también el corazón. Porque si no entienden, adiós fiesta. Yo seré la primera en marcharme. Todos fueron tomando asiento. Entonces la señorita habló así: ‑ Yo no he mentido. He dicho verdad. Verdad que pocos ven, y por eso no creen. Voy a darles ejemplo de que digo verdad:
Cuando digo que Melchor Guare es el mejor no miento. Melchorcito no sabrá las tablas de multiplicar, pero es el mejor arquero de la escuela, cuando jugamos al fútbol…
Cuando digo que Juanita Chuspas es la mejor no miento. Porque si bien anda floja en Historia, es la más cariñosa de todas…
Y cuando digo que Apolinario Sosa es mi mejor alumno tampoco miento. Y Dios es testigo que aunque es desprolijo, es el más dispuesto para ayudar en lo que sea…
Tampoco miento cuando digo que aquel es el mejor en matemáticas… pero me callo si no es servicial.
Y aquél otro, es el más prolijo. Pero me callo si le cuesta prestar algún útil a sus compañeros.
Y aquélla otra es peleadora, pero escribe unas poesías preciosas.
Y aquél, que es poco hábil jugando a la pelota, es mi mejor alumno en dibujo.
Y aquélla es mi peor alumna en ortografía, ¡pero es la mejor de todos a la hora de trabajo manual!
¿Debo seguir explicando? ¿Acaso no entendieron? Soy la maestra y debo construir el mundo con estos chicos. Pues entonces, ¿con qué levantaré la patria? ¿Con lo mejor o con lo peor?
Todos habían ido bajando la mirada. Los padres estaban más bien serios. Los hijos sonreían contentos. Poco a poco cada cual fue buscando a su chico. Y lo miró con ojos nuevos. Porque siempre habían visto principalmente los defectos, y ahora empezaban a sospechar que cada defecto tiene una virtud que le hace contrapeso. Y que es cuestión de subrayar, estimular y premiar lo mejor. Porque con eso se construye mejor.
Cuenta la historia que el boticario rompió el largo silencio. Dijo: A comer … ! ¡La carne ya está a punto, y el festejo hay que multiplicarlo por cincuenta y seis … !
Comieron más felices que nunca. Brindaron. Jugaron a la taba. Al truco. A la escoba de quince. Y bailaron hasta las cuatro de la tarde.