¡Oh Madre de Dios,
que con razón eres llamada
Madre de las Misericordias!
¡Virgen de Chiquinquirá!
Atraído por tu dulzura y tu pureza,
por tu sencillez y fortaleza,
por la lumbre de tu fe,
el fulgor de tu esperanza
y la llama de tu viva caridad,
me llego hasta tu morada.
He aquí que vengo a tu casa
para orar contigo,
y a tu lado descubrir a Jesucristo,
por quien hemos recibido
la salud y la vida.
En la intimidad de tu hogar
me reconozco tu hijo,
te confío mis angustias
y comparto mis alegrías,
me arrepiento de mis pecados
y celebro la Eucaristía.
Ya que me concedes ver
tu imagen renovada,
haz que mi alma se renueve:
que ame lo que tú amas
y deje lo que tú repruebas;
que de ti aprenda a ser generoso,
perseverante en el bien obrar,
pronto para agradecer,
humilde para arrepentirme,
alegre en la alabanza,
creyente en todo tiempo.
Así te quiero, Virgen Chiquinquireña:
Reina y Señora, siendo tan humilde;
Dadora de bienes, siendo tan pobre;
Celeste y brillante, siendo tan nuestra.
Y ya de ti no me despido ni me aparto,
porque tú eres capaz de ayudarme
–nada te negará Cristo, tu Hijo–;
eres sabia para socorrerme
–con la luz del Espíritu que te inunda–;
y sobre todo: quieres hacerme bien
–con la gracia de Dios que te llena–.
Consérvame, pues, a tu lado,
en la dulce compañía
de los Santos Apóstoles.
Enséñame quién es Dios y quién soy yo;
muéstrame quién es mi prójimo:
a quién y cómo debo ayudar,
a quién y cuándo debo hablar,
qué debo hacer y qué evitar
para agradar a mi Padre Dios,
hacer el bien a mis hermanos
y al final estar contigo
y con todos los elegidos,
cuando llegue el Día de Cristo.
Así lo imploro, así lo confío,
así lo entrego en tus manos.
Ya que Dios ha mostrado
algo de su belleza en ti,
muéstranos tú a Jesús,
el Fruto Bendito de tu vientre,
¡oh piadosísima Virgen María!
Amén.