Experta en Humanidad
El punto central es si la Iglesia puede considerarse “experta en humanidad,” como afirmó Pablo VI ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 4 de Octubre de 1965. Mientras que esa afirmación suena coherente y alentadora para el creyente, suele parecer injustificada y sospechosa para el que no cree.
El Concilio quiso emplear un único lenguaje para dirigirse a ambos, según lo ya dicho sobre los documentos dirigidos a los fieles “y a los hombres de buena voluntad.” La experiencia parece mostrar que esa voluntad no resultó tan “buena.” El mundo de hoy, por lo menos en Occidente, tiene muy serias dudas sobre qué tanto sabe de lo “verdaderamente humano” la Iglesia. No son de otro género los reparos que una y otra vez surgen en cuanto a su Magisterio.
El primer bofetón lo recibió Pablo VI en plena cara con su controvertida Humanae Vitae, cuya línea de razones va así: hay una naturaleza propia del acto sexual; esa naturaleza queda desfigurada seriamente por el uso de medios artificales de anticoncepción; ergo tales medios no pueden considerarse legítimos recursos de planificación familiar. Su argumento, aunque limpio y consecuente, fue contestado con fuerza, básicamente diciendo que no había tal “naturaleza” propia de los actos sexuales humanos.
En la práctica, casi toda la enseñanza moral reciente de la Iglesia ha encontrado la misma resistencia, especialmente cuando se trata del uso de la propia libertad. El mensaje que con progresiva altanería y dureza le envía el mundo a la Iglesia es: “Ustedes no son nadie para decirnos qué es lo humano ni cómo hemos de vivir o morir los seres humanos.” Supuestamente la Iglesia le estaba tendiendo una mano al mundo, o así lo veía Juan XXIII al convocar el Concilio, pero esa mano ha sido rechazada con ira y desprecio, no menos que si se tratara de una enojosa intromisión. Quienes auspician a ultranza el feminismo o la práctica homosexual, por una parte, y quienes se declaran agnósticos o ateos por la otra, sólo encuentran solaz en sacudirse cualquier rastro de cristianismo, como quedó de manifiesto en la imposibilidad de incluir el nombre de Dios en el proyecto para la Constitución Europea.
Según ello fue una mala idea imaginar que se podía hablar a no convertidos aunque sin pretender convertirlos. Los no convertidos se sintieron amenazados e hicieron mofa de lo que se les ofrecía.
Fue también una mala idea desde el punto de vista intraeclesial. Al fin y al cabo, si la Iglesia puede ser explicada en términos que un no-creyente puede comprender, nada impide que los creyentes examinen su Iglesia a la luz de este humanismo intramundano. Este enfoque es particularmente visible en el caso del llamado “progresismo” católico, cuyas reivindicaciones usuales van en la línea de exigir que la Iglesia termine de asemejarse a una empresa, o a una nación, o a un parlamento en que las facciones en conflicto se ven obligadas a negociar.
El error, yo me convenzo cada vez más, estuvo en creer que se puede usar un mismo lenguaje para describir o explicar qué es la Iglesia o qué es la fe, sin importar a quién se le habla. Aquello que san Pablo había expuesto muy bien sobre la sabiduría “que no conocieron los príncipes de este mundo” (1 Corintios 2,6) se dejó caer como en olvido.
El Nuevo Testamento muestra que la fe no puede ser plenamente explicada si no es aceptada; si el ser de la Iglesia es en primer lugar un acontecer de la Palabra en la Historia, la Iglesia no puede decirse, ni tampoco expresar su relación con el mundo o con la creación, si no es sobre la base del misterio del que Ella misma brota.
Resulta interesante ver cómo todos los Papas posteriores al Concilio han buscado expresar la dimensión “mistérica” de la Iglesia, y con ellos en cierto sentido se han desdicho del propósito de “exponer a todos” lo que Ella es.