Un experimento fallido
El Concilio Vaticano II quiso entablar un diálogo con el mundo sin un propósito expreso de conversión. El experimento salió mal. Hablarle al mundo sin convertir al mundo trae enemigos de fuera y quita amigos por dentro. Los de fuera terminaron acusando a la Iglesia de pretenciosa y dogmática, y de entrometerse en todo lo público. La única Iglesia que les gusta a los de fuera es la que no existe, o por lo menos, no existe más allá de las devociones privadas.
En cuanto a los de dentro, muchos de la línea progresista consideraron que entender a la Iglesia en términos “puramente” humanos era no sólo posible sino necesario, y que era la mejor manera de ejercer presión para lograr cambios muy deseados.
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