El Concilio Vaticano II, cuarenta años después (3)

¿El criterio hermenéutico del Concilio?

La frase que abre Gaudium et Spes merece una cierta exégesis, sobre todo porque, aunque el Concilio dijo tantas cosas, hay algunas que de facto se han venido a convertir en criterios de interpretación de las demás, y creo que ese es el caso con este número primero de esta Constitución.

Se dice allí que hay una solidaridad entre lo que viven los hombres y lo que viven los discípulos de Cristo: “nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón.” Es una frase feliz. La pregunta sin embargo es: ¿feliz para quién?

Si yo soy un creyente, esa frase me asegura tres cosas:

  1. Que puedo entrar en diálogo con todos los seres humanos.
  2. Que mi felicidad como cristiano jamás entrará en conflicto con los anhelos legítimos de mi corazón de ser humano.
  3. Que es posible anunciar mi mensaje de fe a todos en todas partes.

El problema es si no soy creyente. Para quienes no creen en Dios o en Jesucristo, esa frase signfica por lo menos tres cosas también, pero esta vez no suenan muy amables:

  1. Los cristianos creen que pueden determinar qué es lo “verdaderamente” humano.
  2. Tarde o temprano la Iglesia querrá inmiscuirse en todas las cosas, y hará sentir su poder en lo privado y lo público, si es que se lo permitimos.
  3. Además, si ellos piensan que toda felicidad humana es cristiana, debemos suponer que creen que no hay felicidad fuera de su fe.

Lo irónico del caso es que la Iglesia del Concilio creía que estaba trayendo una buena noticia con este modo de hablar. De los discípulos de Cristo dice esta constitución conciliar a renglón seguido que “han recibido un mensaje de salvación que deben proponer a todos.” Precisamente lo que adentro de la Iglesia es llamado “mensaje de salvación” es lo mismo que afuera suena a “pretensiones de superioridad.”

La ironía se hace mayor si leemos el segundo número de GS:

Por esto, el Concilio Vaticano II, después de haber investigado profundamente el misterio de la Iglesia, dirige ahora su palabra, sin dudar en ello, no sólo a los hijos de la Iglesia y a todos los que invocan el nombre de Cristo, sino a todos los hombres sin distinción alguna, deseando exponer a todos cómo entiende [el Concilio] la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo contemporáneo.

Admitamos que sonaba lógico: si queremos establecer un diálogo nos dirigimos a los interlocutores; si la Iglesia va a dialogar con el mundo, no debe hablar sólo a los que ya creen. La pregunta que aparece, sin embargo, es si la Iglesia puede tener para los no creyentes algo distinto a una invitación a que crean. El Concilio Vaticano II es posiblemente el esfuerzo más grande que se ha hecho en esa dirección: hablar sin pretender in directo convertir.

Esa intención está como sobreentendida en un lenguaje que tuvo resonancia a partir del magisterio de Juan XXIII y que ha hecho carrera. Me refiero a eso de dirigir los documentos por igual a los creyentes y no creyentes. La fórmula usual es algo como: “A los venerables hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y otros Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica, al clero y fieles de todo el mundo y a todos los hombres de buena voluntad” (subrayado nuestro).

Ese encabezado viene de la Encíclica Pacem in Terris del citado Juan XXIII. La expresión misma, “hombres de buena voluntad,” viene de una traducción (defectuosa) del himno “Gloria” de la Misa en latín: “Pax hominibus bonae voluntatis.” La bona voluntas que aquí se menciona viene del canto de los ángeles en la noche de Navidad. El texto griego dice: “epi tes ges eiréne en anthrópois eudokías.” La eudokía alude a la benevolencia o gracia de Dios hacia los hombres, según una inmensa mayoría de los exégetas.

En todo caso, Juan XXIII no usó demasiado esa expresión. De sus documentos, aparece sólo en esta Pacem in Terris. Pablo VI tampoco abusó de ella, aunque hay que subrayar que su Encíclica más polémica, la Humanae Vitae va dirigida también a los hombres “de buena voluntad.” Sus mensajes para las varias Jornadas de las Comunicaciones Sociales y a las Jornadas de la Paz van también a todos esos hombres de buena voluntad, a veces interpelados de modo más directo, por ejemplo, llamándolos por su título u oficio, como en este texto de 1976:

¡A vosotros, Hombres de Estado!

¡A vosotros, Representantes y Promotores de las grandes Instituciones internacionales!

¡A vosotros, Políticos! ¡A vosotros, Estudiosos de los problemas de la convivencia internacional –Publicistas, Ejecutores, Sociólogos y Economistas– que gira en torno a las relaciones entre los pueblos!

¡A vosotros, Ciudadanos del mundo, fascinados por el ideal de una fraternidad universal o desilusionados y escépticos acerca de las posibilidades de establecer entre las Gentes relaciones de equilibrio, de justicia, de colaboración!

¡Y a vosotros, finalmente, seguidores de Religiones promotoras de amistad entre los hombres; a vosotros, Cristianos; a vosotros, Católicos, que hacéis de la paz en el mundo un principio de vuestra fe y una meta de vuestro amor universal!

También este año de 1976 nos atrevemos a presentarnos respetuosamente, como en años anteriores, con nuestro mensaje de Paz.

Como cabe esperar, Juan Pablo II es quien más ha dirigido su palabra a los hombres de buena voluntad, y sería muy dispendioso ofrecer una lista, aunque fuera incompleta, de los documentos suyos que llevan ese saludo.

Con el debido respeto, lo que no suele aparecer con plena claridad es la invitación a los hombres “de buena voluntad” para que expresamente se vuelvan creyentes, adoradores y siervos de Jesucristo. Pero desde luego hay más que decir sobre esto.