Desde el descontento hasta la gratitud
El 8 de diciembre de 1965 tuvo lugar la clausura del Concilio Vaticano II, sin duda el acontecimiento eclesial de mayor impacto en el siglo XX. Cuarenta años después la discusión sobre sus intenciones, logros y deficiencias es amplia y algunas veces agria. No es difícil encontrar posturas divergentes, que van desde el descontento hasta la gratitud. Hay quienes piensan que apenas se avanzó un poco, aunque en la dirección correcta, y hay quienes piensan que sólo un milagro puede salvar a la Iglesia de los desmanes de aquella época. Algunos hablan como si la Iglesia hubiera empezado a existir hace 40 años y otros creen que la Iglesia, la verdadera, existió sólo hasta el comienzo del Concilio.
La discusión no es menos intensa si se piensa en las realidades actuales. Para algunos, el Papa Juan Pablo II es el adalid y verdadero intérprete del Concilio; otros dirán que él consumó la “traición” a la tradición, y otros que traicionó el “espíritu” del Concilio. Especialmente esta última expresión es bastante socorrida por esta época aquí en Europa: para muchos el Papa Benedicto viene a ser el sepulturero de ese “espíritu,” pues las consignas esenciales de colegialidad, subsidiaredad, comunión y participación están siendo relegadas bajo montañas de leyes, rúbricas, disciplina y manuales.
Este volumen de discusión es en sí mismo un argumento que algunos yerguen en contra del Concilio como tal. Su razonamiento va así: “si el Concilio fuera obra del Espíritu Santo habría traido frutos de santidad, de unidad y de renovada evangelización; no vemos que suceda nada de eso, de modo que hay que considerar ese evento como un accidente, si no como un error.”
A lo cual responden otros más o menos de esta manera: “el espíritu del Concilio ha sido traicionado y sus documentos han sido secuestrados por aquellos que detentan el poder; es culpa de ellos y no del Concilio que la Iglesia no haya recuperado su rostro de sencillez, cercanía y comunión.”
Lo interesante es que esta clase de polémica suele permanecer en el ámbito intraeclesial; uno diría que a la mayor parte de la gente “de afuera” poco le importa lo que la Iglesia piense de sí misma. El efecto final, sin embargo, es un mundo que ve irrelevante a la Iglesia, y que sin duda quisiera confinarla más y más al pasado y a la esfera de lo privado y subjetivo.