Era una tierra árida, gris, abierta por numerosos surcos negros que zigzagueantes la cruzaban como enormes cicatrices de guerras pasadas. Desértica, amarilla, totalmente inerte, aguantaba los ardorosos rayos del sol que la quemaban las entrañas, filtrándose entre sus grietas. Ni una nube, ni un hálito de esperanza surcaba el cielo para calmar su sed amarga con una sola gota de lluvia blanca y perlada.
El Sembrador caminaba, mirando con sus bellos ojos la tierra reseca y árida. Había viajado mucho, cruzando bosques angostos, sábanas africanas, estepas blancas por la nieve, enormes montañas, y en todas ellas había dejado caer una semilla de esperanza. Abrió sus brazos de par en par y soltó aquella carga tan preciada, dejándola posar suavemente sobre la grieta abierta en la tierra llana y, sentado, esperó a ver si brotaba…
La semilla asustada se acurrucó en la grieta, temerosa de sacar sus raíces al alba. Pero poco a poco las tinieblas se tornaron blancas y estirándose inició su ascendente marcha. En su mente evocaba la adusta visión de la tierra y pensó que no sobreviviría en aquella hostil explanada. Mas de pronto en su boca cayeron gotas de agua, preciosas, sanadoras, que le dieron esperanza, y continuó subiendo por la grieta que la encerraba. Su piel comenzó a sentir el calor de los rayos del sol que con brazos amorosos la cobijaban, dándole cariño como si de un niño se tratara.
Ya veía la luz, ¿qué hacer? …. Y en un último esfuerzo se asomó a la ventana, abrió los ojos y ….. ¿Qué vió?…
La tierra no estaba muerta, negra y hastiada, sino llena de alegría, verde y azulada. Las flores con sus colores invitaban a mirarlas y los pájaros con sus cantos alegraban la mañana.
De pronto se sintió avergonzada ante tanta belleza. Ella era pequeña y fea; no tenía nada… Volvió la vista a lo alto y vio, asombrada, que lenta y cálidamente el Sembrador la esperaba. La cogió entre sus manos dulcemente y posó sobre ella su mirada. Lo que vió la semilla le alegró su apenada alma… A los ojos de Él era hermosa, llena de flores blancas, con abundante fruto que esperaba brotar. No importaba lo que hubiera sido, ni la tierra en la que había sido plantada. Lo importante es que Él la esperaba. Así como el Sembrador planta la semilla y la cuida, Jesús planta su amor en nuestro corazón y, esperando que crezca, lo riega con su sangre y lo cuida con pasión hasta que crecemos y nos miramos en sus ojos, para vernos convertidos en parte de Él como cristianos.