Dos jóvenes estudiantes rusos, Iván y Mijaíl, una fría mañana de invierno, más que caminar corrían hacia la estación en Kislovodsk. Un viaje largamente esperado, que ahora parecía frustrarse simplemente porque se les había hecho tarde y estaban a punto de perder el tren.
Para mayor angustia, sucedió que cuando se disponían a cruzar una transitada calle, ya cerca de la estación, se encontraron con un pobre hombre, anciano y ciego, que se debatía entre el frío terrible de esa hora y su urgencia de llegar al otro lado. Nadie parecía hacerle caso.
Al ver la necesidad del ciego, Mijaíl se debatió interiormente. Sabía que cruzar la calle al paso del anciano implicaba perder esos preciosos segundos que seguramente significarían luego horas de espera hasta el siguiente tren. Pero pudo más un sentimiento de caridad cristiana aprendido de su madre, que muchas veces en invierno preparaba sopas para los pobres. Ahora la madre ya no estaba, pues había fallecido ese mismo año, y Mijaíl sentía que tenía que hacer algo. Así que, a pesar de las protestas y gruñidos de su joven amigo, se detuvo y ayudó al anciano ciego. Su único pago, desde luego, fue la sonrisa agradecida del buen hombre, que al final les dijo: “La Señora [es decir, la Virgen María] los proteja con su oración”.
Y podemos decir que la oración de María los protegió.
Al llegar a la estación de Kislovodsk, agitados y sudorosos a pesar del frío, se encontraron con la mala noticia: el tren había salido hacía pocos instantes. Con desilusión le vieron alejarse a paso sosegado y sostenido.
Como era de esperarse, Iván colmó de reproches a su amigo por su “inoportuna” caridad. Entre otras cosas le dijo: “¿Es que no quedaba más gente en Kislovodsk para ayudar a ese viejo?” Mijaíl lo escuchó con paciencia y simplemente se sumió en el recuerdo de su caritativa madre, siempre dispuesta a dar sonrisa, paz y amor a quien lo necesitara.
Pero esa noche Iván había cambiado completamente de opinión. Aquel tren fue víctima de un atentado terrorista, cerca de Yessentuki, dejando cerca de cuarenta víctimas mortales y centenares de heridos.
“Disculpa mi lenguaje –dijo entonces Iván a Mijaíl– ahora entiendo que no estábamos haciéndole un favor a ese anciano; aquel hombre ciego nos salvó”.