Pero, ¿quién hace la agenda?
Una de las características de la palabra profética es que se adelanta a su tiempo. Esto ha caracterizado tan hondamente a los profetas que la mayor parte de la gente asocia profetizar con “anunciar por anticipado.” Historias como la de Jonás muestran los límites de esta perspectiva. Jonás predijo la catástrofe de Nínive, y esto a la postré no sucedió, para disgusto dle mismo profeta. Dios le explicó que no habría tal catástrofe porque él es compasivo y porque los ninivitas cambiaron su vida; se convirtieron precisamente al escuchar la palabra de Jonás. Así queda a la vista que el profeta no es alguien que ha visto una película del futuro y nos da adelantos, sino alguien que va en la avanzada y que, recibiendo luz de Dios, entra en los caminos de la Historia por senderos mucho más hondos y certeros.
Lo que quiero destacar es la idea de la “avanzada.” A un profeta no se le hace la agenda. Y a la Iglesia nuestra parece que el mundo le está haciendo la agenda. Me explico: hay una ley que se llama de “acción y reacción,” y que yo sepa, fue enunciada por primera vez por Isaac Newton. Según esta ley, a cada acción le corresponde una reacción de la misma intensidad y sentido contrario, aunque no ejercida sobre el mismo cuerpo, por supuesto. Mi sensación es que las “acciones” vienen del mundo y las “reacciones” de la Iglesia; si esta apreciación es correcta, hay que decir que a al Iglesia su agenda se la hace el mundo. Y eso no era así en tiempos de los Apóstoles.
La clave: el anuncio
La “reacción” en el caso de la Iglesia se llama denuncia. Es importante denunciar, sobre todo porque la Iglesia Católica es, en cuanto a muchos temas, la única institución que denuncia y se pone de parte de los inermes, como está clarísimo en el caso del aborto. Pero junto a la denuncia tiene que ir el anuncio. El profetismo es no sólo la capacidad de denunciar males obvios, como la homosexualidad, el aborto o la injusticia social, sino principalmente la capacidad de anunciar bienes ocultos, bienes que no son obvios, bienes que han de transformar las vidas de todos, incluyendo aquellos que practican la homosexualidad, el aborto o la injusticia.
El mundo que conoció Cristo estaba repleto de cosas que él hubiera podido dedicarse a denunciar, empezando por la ocupación romana y siguiendo por la pobreza, la infidelidad conyugal, la avaricia y explotación de muchos, y mil cosas más. Sin embargo, las denuncias ocupan un lugar más bien modesto en el ministerio de Cristo. Diríamos que está demasiado ocupado sanando gente y anunciando los bienes del Reino.
Otro tanto veo yo en san Pablo, que tuvo que enfrentar la corrupción proverbial de ese mundo pagano lleno de libertinaje hasta el frenesí. Salvo unos cuantos pasajes extraordinariamente elocuentes como el final del capítulo primero de la Carta a los Romanos, Pablo se dedica sobre todo a desentrañar las grandezas y bellezas que Cristo ha revelado y ha traído a todos. La atención está en Cristo y su victoria, no en el pecado y sus pestilentes llagas.
Mi opinión es que, si por algo hay que rezar, es por una Iglesia que sepa redescubrir el tesoro que lleva dentro. Una Iglesia que no se obsesione con los males que la rodean y queno haga gestos de espanto cada vez que el mal muestra su garra. ¿Qué otra cosa podemos esperar del mundo sin Cristo, sino males? ¿Por qué entonces esa manera de escandalizarse tantos de que la vida humana se quiere comprar y vender, o que la procacidad crezca en los medios de comunicación, o que la corrupción halle su nicho en los aleros de todos los gobiernos? ¡Ya sabemos que eso es lo que puede dar el mundo lejos de Dios! ¿Esperábamos algo diferente? Si lo esperábamos es que no hemos entendido una letra del Evangelio. El Evangelio empieza por la certeza de que necesitamos de Dios, y si hay una frase que resume la convicción cristiana es: “Sin mí nada podéis hacer.” (Tarea para el lector: ¿donde está? ¡Somos cristianos!, ¿no?)
Oremos, oremos por la Iglesia capaz de anunciar. Oremos por una Iglesia que actúe, y no sólo reaccione.