Una vez oí una historia respecto a un misionero que fue echado en la prisión por los oficiales comunistas rusos, por predicar el evangelio en lo que era la Unión Soviética. No le permitieron a este gran siervo de Dios ver a ningún otro ser humano, y le alimentaban pasándole la comida por debajo de la puerta. Años y años pasaron. Y un día el Señor se le apareció en la prisión.
El hombre estaba tan agradecido con el Señor por haber venido a verle.
– ¿Hay algo que pudiera darte para agradecerte? – le pregunto.
– No, todo es Mío – respondió el Señor – . No hay nada que pudieras darme.
– Pero, Señor, debe haber algo que pudiera darte para expresar mi gratitud.
– No hay nada que puedas darme – repitió el Señor -. Hasta tu mismo cuerpo me pertenece. Tu misma vida es Mía.
– Oh, por favor, debe haber alguna cosa que pudiera darte – el hombre volvió a preguntar.
– La hay. Dame tus pecados. Eso es todo lo que quiero – dijo el Señor.