En ratos de ocio de estos días, ando leyendo un libro de divulgación científica sobre fisiología humana: Life at the Extremes, de Frances Ashcroft. Los “extremos” a que se refiere esta autora británica son las condiciones de mucho frío o calor, humedad o sequedad, velocidad o presión, a que se ve sometido el cuerpo humano en ocasiones, sea por accidente, necesidad, gusto o experimento.
A lo largo de sus páginas el libro contiene mucha información científica, incluyendo el procesamiento del Adenosín Trifosfato (ATP) en las mitocondrias. Cada párrafo destila honestidad, interés contagioso, sentido del humor, información oportuna. Lo menos que puedo decir es: “¡yo quisiera escribir así!”
Para mi sorpresa, Life at the Extremes es el primer libro de divulgación de la Doctora Ashcroft, que más bien ha estado y sigue estando involucrada en la investigación científica; su campo actual es la insulina. Sorprende que una persona dedicada a estudios tan profundos tenga tanta capacidad de conectar con lectores profanos en la materia. El asunto es menos extraño, sin embargo, si se piensa en la tremenda cultura de lectura y de escritura que goza el Reino Unido.
Y ahí va mi punto: si buscamos posibilidades reales y serias de desarrollo, ello implica producir y no sólo consumir. Y el primer modo de producir es adquirir pensamiento propio, cosa que se logra a través de la escritura. La cultura oral es importante pero la palabra hablada no tiene la duración necesaria para trascender el mundo inmediato de las personas ya conocidas y contemporáneas.
Si uno quiere hacer algo por un país, hay que enseñar a la gente a escribir. Escribir bien, escrtibir mucho y muy bien. Saber articular ideas, pero antes de eso, articular preguntas y seguir el rastro de problemas y cuestiones.