Nueva York, agosto de 1980. Nunca supo Jim Lacey que aquella noche del sábado iba a tener tanta trascendencia para su vida. Él la vió, como tantas otras, propicias sólo para su especial “profesión”. Era un ladrón y las sombras nocturnas le servían siempre de oscuras cortina protectora. Apagó la luz de su miserable cuartucho, se metió un formón en el bolsillo y salió a la calle. Su plan era meditado y de seguros resultados; comenzó a caminar con aparente tranquilidad, sin dejar de mirar, con disimulo, el interior de los coches aparcados juntos a la acera. No había transcurrido aún media hora y el paseo de Jim Lacey llegó a su fin: un Ford comenzaba a detenerse en un espacio vacío, a pocos metros de él, apeándose el conductor poco después. Aquel hombre, al que Lecey juzgó de buena posición, cerró la portezuela con llave y salió presuroso.
No fue difícil para Jim Lacey hacer saltar la cerradura, auxiliado por el formón. Sin perder su tranquila compostura, levantó en vilo las dos maletas que había en el interior del coche, las sacó, volvió a cerrar y se alejó pausadamente.
El contenido complejo de las maletas no podía satisfacer por completo al ladrón. Había prendas de valor, pero había también demasiados papeles. Separó con cuidado la ropa, la empaquetó y tiró por los suelos hastiado, infinidad de partituras. Luego se dirigió a la casa del prestamista, un hombre que nunca hacía preguntas indiscretas, y tras unos momentos de regateo salió de allí con varias papeletas de empeño y dos mil dólares.
Ya de nuevo en su sórdida vivienda comenzó a recoger los papeles de música que había por el suelo para meterlos en un saco, de pronto se detuvo. En una de aquellas hojas había una frase familiar, que le retornaba a la infancia allá en Chicago. “Ave María … “Ave María…” Le llamó también la atención un himno, cuyos últimos versos quedarían grabados para siempre en su mente y su corazón. Decían “…pero ¿qué amigo podría compararse a ti, Señor?”. Guardó ambas partituras en una gaveta y cogiendo el saco lleno de papeles fue a vaciarlo a la calle.
Por los periódicos conoció Jim Lacey la continuación de los acontecimientos. El dueño de las maletas era un famoso director de orquesta, que pedía desolado le devolvieran los papeles, los que comprendían el programa del concierto que debía dirigir, sólo tres días más tarde, en la ciudad de Búffalo.
Dos días después la policía informaba del hallazgo de las partituras en un depósito de basura y, aunque no estaban todas, parecía que el profesor se daba por satisfecho; la pérdida de ropas y enseres no significaba tanto para él como para apesadumbrarse demasiado.
Jim Lacey sintió un extraño placer tras conocer la noticia. El se decía que lo importante de todo aquel asunto eran los dos mil dólares conseguidos; pero había algo que fallaba, algo que se desplomaba dentro de él cuando releía las dos composiciones con que se había quedado: el himno: “Todos buscan un amigo” y el “Ave María”.
No habían transcurrido aún muchas semanas, cuando el compositor recibió una carta sorprendente. Un hombre le decía que gracias a él vivía honradamente y que sus canciones religiosas le habían impulsado a volver a la Iglesia “He ido ya tres veces y cuando tenga suficiente valor, me confesaré. Yo estoy contento porque mi vida ha cambiado por completo”. No había firma; sólo dos letras: J.L., y dentro del sobre varias papeletas de empeño.
El compositor acostumbraba asistir a Misa cada domingo a la Iglesia de San Francisco de Asís, en New York. Allí fue una mañana dominguera de octubre y cuando se disponía a levantarse, un sacristán le tocó el brazo y le señaló a un hombre joven, de cabello rojizo, que estaba arrodillado antes el altar de San Antonio.
– Quiero hablar con usted.
Salieron. En un café cercano, con gran sorpresa para el músico, Jim Lacey le entregó dos mil dólares.
– Siento mucho haber tardado tanto. Tuve que ahorrarlos antes de hablar con usted, pero le he visto frecuentemente en la Iglesia. Ya me confesé. Desde que robé sus maletas nunca más he vuelto a robar. Ahora estoy dispuesto a recibir mi castigo; puede avisar a la policía.
El músico le tendió la mano emocionado y le ofreció su amistad. Periódicamente recibe cartas firmadas con dos letras, “J.L.” Por ellas ha sabido del matrimonio Lacey, de sus ascensos, de la llegada de un hijo… de la nueva vida de un hombre arrepentido que había encontrado a Dios.