En la luz esplendorosa de tu Verbo
reconoces, oh Padre, tu mirada;
en los ojos de Cristo Nazareno
tu Figura y tu Semblanza,
el reflejo de todo el universo
y el fulgor infinito de tu Llama.
Y te agrada percibir su acento,
que es la voz de tu misma Palabra;
te gusta escuchar al Nazareno,
cuando, de noche, a solas, te alaba;
y le llamas tu Hijo Verdadero,
Aquel a quien tanto amas.
Feliz mil veces el desierto,
que le vio salir de madrugada;
mil veces feliz el silencio,
que le oyó, cuando te llamaba,
y más felices, Padre, aquellos
que creyeron en sus palabras.
Oh Padre, que estás en los cielos,
por él creabas de la nada
cuanto nuestros ojos vieron,
y por él también lo renovabas;
por él hiciste todo nuevo,
y en él fundaste Nueva Alianza.
Oh Padre, amado Padre bueno,
en Cristo, Verbo por quien hablas,
has querido ser el Padre nuestro,
y con esa vida que te agrada
rescatar a nuestro mundo muerto
para gloria tuya y alabanza.
En verdad, dichoso es el pueblo
que sabe darte las gracias;
dichoso el hombre sincero
que a ti eleva su esperanza,
y oyendo a Cristo, tu Verbo,
te escucha cuando le hablas.
Que no hay en el mundo entero
ni tal oro ni tal plata,
ni tantísimo dinero
que tanto de veras valga
cuanto vale, Dios, tu Cordero
vestido de veste blanca.
Ningún doctor ni maestro
tuvo tanta enseñanza,
que para un grave enfermo
buen remedio hace falta,
y sólo da vida a un muerto
el que es vida consumada.
Así es que llega el momento
que tu amor le reservaba;
por fin se ha cumplido el tiempo
y la dura Cruz le aguarda,
el Cristo se vuelve templo,
y su pecho, nuestra casa.
Y tú, Padre, Dios Eterno,
nos das al Hijo sin mancha,
por enmendar nuestros yerros,
por corregir nuestras faltas
y en la voz de tu Unigénito
hacer oír tu llamada.
He aquí, oh Dios, tu Cordero,
vestido ya de escarlata;
he aquí su hermoso Cuerpo,
ornado con tantas llagas;
he aquí tu Primogénito,
el Hijo que tanto amas.
Terrible y sangriento duelo,
temible y dura batalla;
interminable, Dios ese tiempo
cuando los clavos le atan,
pero el amor le ha hecho preso
y el sufre, perdona y calla.
Conmuévase el universo
ante esta triste palabra:
que ha muerto sobre el madero
aquel Cordero sin mancha,
y en ese último momento
estaba allí su Madre Santa.
Padre nuestro, que estás en los cielos,
Padre bueno, que tanto nos amas,
gracias, Padre, por tu Nazareno,
por su vida y su muerte: ¡gracias!;
por ese amor que no tuvo término,
a ti, Padre, gloria y alabanza.
Ahora vive Aquel que estuvo muerto,
tu Figura y tu Semblanza;
en el brillo de su hermoso Cuerpo
un nuevo Hombre se levanta,
y en la luz esplendorosa de tu Verbo
reconoces, oh Padre, tu mirada.
Amén.