Continuamos el hilo que habíamos dejado.
3. No toda luz es “claridad”
El concepto de claridad tiene en Occidente un claro tinte cartesiano. Ahora bien, en Descartes la claridad es un requisito para la certeza, y en ese sentido emerge como una exigencia del Yo, que queda desde el principio situado al centro.
Ver las cosas “claras,” en esta perspectiva, termina sobreestimando el poder del concepto. Todo se juega en el concepto. El ideal del conocimiento es: definir nociones, establecer axiomas autoevidentes, y establecer un procedimiento que conduzca a conclusiones necesarias. En un contexto de ciencia moderna, se especifican dos cosas: diseñar hipótesis y explicar, a partir de un marco teórico consecuente, cómo podrían ser falseadas esas hipótesis (Popper). Sin embargo, nótese que lo esencial no proviene de la instrumentación a través de hipótesis, ni mucho menos de la ulterior implementación matemática o cibernética, sino de la marcha que va del concepto hacia la conclusión.
El problema está en qué en realidad no sabemos cuánto es necesario saber para establecer un concepto. Situar al concepto al principio del proceso del conocimiento es artificial, por decir lo menos. Los conceptos no están “ahí” en la Naturaleza sino que van surgiendo o se van creando al roce con las experiencias, experimentos, críticas o aciertos.
En Física, por ejemplo, el concepto de fuerza parece hoy menos importante que el de “cantidad de movimiento.” Cuanto más pronto un estudiante llegue a comprender conceptos como “momentum angular” o “cantidad de movimiento,” más pronto podrá acceder a las formulaciones más fecundas (y recientes) de la Mecánica. Pero el concepto de “cantidad de movimiento” no es obvio; de hecho parece más difícil de asociar con nuestras experiencias sensoriales cotidianas. Para llegar a él, pues, se requiere haber sabido de otros conceptos, que conforman una especie de escalera de la que luego no hay que depender mucho.
En Teología pasa lo mismo. Conceptos interesantes como la Historia de las Formas no deberían ser considerados como últimos o forzosos. Han nacido en determinados contextos y a menudo como balbuciente respuesta a preguntas específicas.
Si uno supone entonces que la base del conocimiento es partir de “buenos” conceptos, en realidad está cayendo en una circularidad o “petición de principio.”
Cuando se piensa en el concepto no como un punto de partida sino como uno de llegada, o por lo menos, como un punto intermedio en nuestra marcha hacia la verdad y lo verdadero, cambia el sentido de qué es claro o falto de claridad.