Cuando una pregunta de cierta trascendencia se plantea, por ejemplo sobre alguna cuestión moral aguda, lo que nos resulta más natural es hacer un análisis de lo que está implicado. Espontáneamente tratamos de poner frente a nosotros qué es lo que hay, cuál es la historia que precede al estado actual de cosas y qué consecuencias se siguen de una u otra postura que se tome. Obramos bajo los ideales de la objetividad, la claridad y el rigor racional.
Tales ideales han llegado a constituir una especie de segunda naturaleza en nosotros los Occidentales. Son el credo que se supone que la ciencia practica pero, incluso cuando no estamos hablando expresamente de temas científicos, lo que solemos esperar de un discurso convincente es ese lenguaje de hechos claros y enunciados que se enlazan para producir deducciones correctas. La Iglesia Católica, en particular, trata continuamente de exponer su enseñanza moral en esos términos. Espero ser suficientemente objetivo si me atrevo a elogiar la calidad de los documentos que así han brotado de la pluma de teólogos, obispos y pontífices en los últimos dos siglos, por dar una referencia temporal. Ya se trate de la defensa de la familia, del valor del trabajo o de la importancia de una liturgia solemne y digna, la Iglesia sigue la corriente principal de nuestro tiempo en lo que atañe al modo de hablar: rigor racional, claridad y objetividad.