El adiós a un hermano

Un deber de caridad y de justicia me mueve a hablar sobre los últimos días del P. Fergal, de aquí de mi convento.

Fergal O'Connor, O.P.Fergal sufría de una artritis deformante desde su juventud. Le fue detectada no mucho después de su ordenación sacerdotal. El dolor casi constante y las limitaciones propias de la enfermedad le acompañaron hasta los 76 años que tenía al momento de partir. Pero la artritis no frenó ni su inteligencia sobresaliente, ni su corazón compasivo, ni su alegría fraterna, ni su voz recia, que a menudo llamaba a reflexión o también a disfrutar de las cosas amables de la vida. Fue profesor universitario muchos años en la Universidad Nacional de Irlanda, en las áreas de filosofía y sociología. Sus exalumnos lo recuerdan como alguien que los hacía pensar. De temperanto vivaz y dialéctico, gustaba de tomar siempre la postura contraria a su interlocutor, fuera quien fuera, no por incomodar, sino por llevar a la gente a compartir su propia pasión por la verdad.

Hombre misericordioso y noble, era capaz también de entender el dolor ajeno, pues ya él mismo cargaba su propia cruz. Su compasión hizo posible rescatar a muchas niñas sin techo, por medio de un Hogar que libró de las garras de la miseria y otros males a decenas y decenas de chiquillas. Algunas de ellas, ya mujeres, asistieron con lágrimas de gratitud a su funeral.

Fergal no dejó que el dolor tomará el primer plano en su vida. Hablaba muy poco de sí mismo y sabía posponerse con facilidad y naturalidad. Cuando la soledad y los males añadidos de la vejez fueron cayendo sobre su cuerpo ya desvencijado, no hubo lamentos. Tampoco era una fuente de palabras piadosas o sermones espirituales. Su modo de ser era práctico y directo: sabía que quejarse no le serviría ni a él ni a nadie, de modo que hacía lo que podía y agradecía con sinceridad el bien recibido.

Sin saberlo, Dios me concedió a mí un privilegio que casi nadie sabe, pero que ahora se sabrá. Este hombre, al que algunos recordarán como un verdadero santo, solo con dificultad podía concelebrar en la Santa Misa. Frágil y agotado, reservaba sus fuerzas para los domingos, si le resultaba posible, o para aquellas ocasiones más especiales de la vida de la Orden.

Fue así que llegó el 11 de Septiembre de 2005, fecha de la profesión solemne de dos estudiantes dominicos irlandeses, Ciaran y Fergus. Nuestro hombre decidió concelebrar en esa Misa, que vino a ser la última de su vida. Iba yo a bajar a la iglesia para estar también allí, cuando escuché su voz que pedía ayuda. Por un malentendido, el fraile que había quedado de ayudarle a revestirse no había llegado, y podemos imaginarnos lo que implica ponerse un alba y una estola cuando brazos y piernas son rígidos y duelen al menor movimiento. Fergal me llamaba porque quería que le ayudara a revestirse para esa Misa, y así lo logramos, con mucho temor de mi parte, porque a cada paso sentía que lo podía lastimar.

Yo no sabía que estaba revistiéndolo para la última Misa de su vida. El hombre quedó agotado y maltrecho, pero pudo ofrecer esa Eucaristía por sus hermanos dominicos de Irlanda. Uno de ellos le acompañaba, velando su leve sueño, aquella madrugada del jueves 29 de septiembre. Ciaran (se pronuncia Kíron) dio la señal de alarma y tuvo que contemplar espantado cómo se le iba el aire y la vida a Fergal en aquellos minutos últimos. Aunque los paramédicos pudieron estabilizarlo con un defibrilador, ya su cerebro había sufrido daños irreparables. Pocas horas después el Señor lo llamaba a la eternidad.

Uno de los compañeros del convento comentó: “sé que es la primera vez en más de 50 años, de día o de noche, que ya no tiene ningún dolor.”

No, ya no hay dolor para él. Ahora yo pienso, como tantos aquí, que hay mucha alegría y un inmenso canto de alabanza. Fue otra cosa que le gustaba hacer, aunque la voz no le ayudara: cantar. Su canción, junto con la de los Arcángeles que lo llamaron al cielo, ya no cesará jamás. Amén.