Hay tantas cosas admirables en el mundo que nos rodea, ya se trate del firmamento, las tierras o las aguas colosales del océano, que uno podría pasar la vida entera en actitud de explorador, sin cansarse de encontrar muchas y muy variadas maravillas.
Además de la Naturaleza, también la Historia humana tiene su propio caudal de relatos fascinantes, momentos cruciales, idilios bellísimos o guerras formidables; también a esta clase de conocimiento se le podría dedicar muchísimo tiempo sin dejar nunca de encontrar preguntas pertinentes y respuestas oportunas.
O podría uno emplear todos sus días en la reflexión profunda de aquellos interrogantes que solemos incluir bajo el título de “filosofía,” discurriendo sobre el sentido de la vida, las propiedades universales del ser, la estructura última del lenguaje humano o la raíz de todos los valores.
En fin, si vamos a las artes, los números, la literatura o el Derecho, lo único que encontramos son avenidas y más avenidas inmensas que conducen a nuevos caminos y sendas en los que todo está por conocer. Para una mente abierta, este descubrimiento produce vértigo: la vida es breve; toda vida humana es breve, aunque sea sólo por comparación con los abismos insondables de lo que se podría llegar a aprender.
Y sin embargo, hay otra clase de aprendizaje que muy raramente se enseña en las facultades universitarias o los bancos de la escuela. Algo que parece que sólo la vida misma pudiera darnos, y que solemos llamar “experiencia” o “sabiduría.”
Puede uno preguntarse qué hace este conocimiento distinto de los otros. Esta pregunta es muy oportuna cuando uno ve que a menudo los consejos de los mayores y experimentados suelen encontrar oídos sordos en los corazones jóvenes e inexpertos. Cosa que es admirable porque incluso las profundidades de la filosofía parece que se pudieran comunicar con ayuda de palabras bien ordenadas mientras que esto que llamamos “experiencia” no logra ser transmitido del mismo modo.
Hay refranes que hacen alusión a esto. Uno de ellos, de tono pesimista pero muy gracioso, va así: Cuando un hombre dice: “mi papá tenía razón,” ya tiene un hijo que piensa: “mi papá no sabe nada.” Ahora bien, los papás suelen tener una gran capacidad comunicativa con los hijos. ¿Qué hace, entonces, que para estos temas que llamamos de “experiencia” no funcione o se rompa la comunicación? Y aún más importante: ¿qué sucede en la vida de alguien para que empiece a reconocer el valor de la experiencia que otros intentaron compartirle en vano muchas veces?
La respuesta es: el conocimiento de sí mismo. Sin este conocimiento no logramos comprender el contexto vital que hace nacer eso que llamamos “experiencia,” que a su vez es como un requisito para la “sabiduría.” La experiencia es un saber que requiere de contexto, y el contexto que nos lleva a ese saber es conocernos a nosotros mismos.
Se puede decir que hay muchos conocimientos exteriores pero que este otro es un conocimiento interior porque no se vuelca sobre las cosas ni sobre las vidas de otros ni tampoco sobre el perjuicio o beneficio inmediato de las acciones propias o ajenas. Pero tampoco es un simple mirar hacia adentro, como si uno tomara una cámara de video y en lugar de enfocarla hacia la calle la enfocara hacia la sala de la casa en que se encuentra. Es algo más profundo que iremos descubriendo poco a poco. Por ahora digamos que es más el acto de mirar cómo uno mira o de valorar cómo uno valora.
Esta clase de conocimiento puede parecer abstracto, difícil, borroso o inútil. Mi impresión es que efectivamente tiene un poco de estas cuatro cosas y que aún hay muchas otras críticas que se le pueden hacer. Y sin embargo, atañe a cosas muy concretas, ayuda a simplificar el corazón, trae una gran claridad y colma de sentido la vida.
Muchos santos han hablado de este conocimiento y creo que todos lo han practicado, de distintos modos. La razón podría estar en aquello que dijo Santa Teresa de Jesús, “la humildad es la verdad.” Sin el conocimiento de sí mismo, el cristiano está condenado a equivocarse en la valoración de sí mismo y de sus actos. A veces considera sus cualidades como insuperables y peca por soberbia; otras veces estima que sus errores son del todo irreparables y se hunde en la desesperación. Sin un conocimiento de su propio ser rebota cruelmente entre estos extremos y se equivoca una y otra vez en la causa de sus males. A menudo culpa a otros de lo que es su propia responsabilidad, aunque tampoco es extraño que se sobrecargue de acusaciones y se inunde de amargura. Es apenas lógico reconocer que un corazón sometido a este cruel tratamiento de ignorancia estará demasiado miope para la obra de la gracia.
Así entendemos que el conocimiento de sí mismo está ligado a la fe, la religión y la espiritualidad. No es su único vinculo importante. A lo largo de nuestras reflexiones y sugerencias nos encontraremos a menudo visitando tierras de la psicología, la filosofía, la historia y la literatura, entre otras disciplinas. Nuestro enfoque, sin embargo, tiene como línea fundamental las enseñanzas de Santa Catalina de Siena, virgen y doctora de la Iglesia, a quien considero verdadera maestra en este arte magnífico y tan necesario, del cual estoy persuadido que cambiará la vida de muchas personas.
Evoco el comienzo de Fides et Ratio donde decÃa que en el Oráculo del Delfos decÃa “conocete a ti mismo”.
Saludos.
Juan Ignacio.