De lo feo y sus vecindades (1)

Una definición difícil

No es tan fácil definir qué es algo feo o en qué consiste la fealdad. Tal vez la primera palabra que viene a la mente es “desproporción.” Lo feo es desproporcionado; peca por exceso o por defecto.

Según eso, uno esperaría que lo feo siguiera una regla sencilla: a mayor desproporción, mayor fealdad. La cosa no es tan sencilla. Si tomamos un rostro bello y lo sometemos a un poco de desproporción obtenemos un rostro feo. Pero si la desproporción se hace de modo extremo, por ejemplo, rompiendo la imagen en un millón de pedazos luego colocados al azar, lo que queda ya no es un rostro y por consiguiente tampoco es un rostro feo.

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La entrada en clerecía

Hace 14 años Mons. Mario Revollo, que en paz descanse, entonces Arzobispo de Bogotá, nos daba el diaconado a mis dos compañeros, Omar Orlando y Néstor Javier, y a mí. Exactamente seis meses después, de nuevo los tres recibimos la ordenación sacerdotal. Dios en su bondad nos ha conservado a los tres en el ministerio y en la Orden de Predicadores.

Por esa época recuerdo que hablábamos de las implicaciones que ese paso al diaconado traería. Nuestro retiro espiritual de preparación fue único, literalmente, pues de hecho no recuerdo ningún otro grupo que haya hecho retiros en el Convento de San Alberto en Bogotá. Único también porque nos predicó una charla un monje benedictino que había sido compañero nuestro en el Noviciado, Andrés Rocha, que después se retiró de esa Orden. También predicó esa vez el P. Norberto Rangel, que no mucho después falleció, y del cual no recuerdo que hubiera predicado charlas de retiro a nadie más.

Como estaba claro que nuestro diaconado sería “transitorio” (término que uso a falta de otro mejor), pienso que en nuestro retiro, más que el hecho de ser diáconos, resonaba una y otra vez lo que dice el Derecho Canónico, que con el diaconado uno empieza a ser clérigo. Y si hay palabra difícil de pronunciar hoy sin producir polémica, es esa: clérigo.

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Resurrección

Había una poesía

que lo era de noche y día.

Vivía sin más razón

que mostrar al corazón

la verdad que él escondía.

Y vino un razonamiento,

de luz también sediento,

que encontró aquella poesía

le preguntó si vivía

y la mató en aquel momento.

Todo quedó tan claro,

tan lúcido, yerto y raro;

que aquel gran razonamiento,

transido de sentimiento,

se supo ya sin amparo.

Lloró con llanto apacible,

y de su río imposible

renació al fin la poesía,

que solamente dormía

en su misterio inasible.

-Fr. Nelson Medina, O.P.

(A mi amigo Alcides)

El Impuesto a la Felicidad

Érase una vez un antiguo reino con gran abundancia de ríos, cultivos y ganados. No todo era felicidad, porque el rey de aquella región era persona muy codiciosa, y fue así que un día decidió poner un impuesto nuevo: el Impuesto a la Felicidad.

La primera reacción de la gente fue esconder su felicidad: ¡no querían que les cobraran por ser felices! Cada uno procuró disimular la sonrisa. Los días eran grises, aunque hiciera mucho sol, y los papás enseñaban a los hijos que debían hacer mala cara en todas partes, y mostrarse siempre amargados o disgustados. Las cosas llegaron a un punto en que los cobradores del nuevo impuesto no sabían a quién cobrarlo, porque sólo la desolación aparecía en los rostros.

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