5. Una nota sobre el arte abstracto
Surgen de tanto en tanto discusiones sobre la relación entre el arte y la belleza. Hay todo tipo de posiciones. Algunos dicen, por ejemplo, que el arte tiene una función social y no solamente recreativa. Esta postura sigue así: Si se tratara de recrear simplemente, todo arte debería ser agradable. Pero el arte es más que eso: hace pensar, abre puertas hacia mundos inexplorados que conviven próximos pero ocultos al mundo obvio y a la vez opaco en que vivimos.
De la mano con esta postura va la tendencia hacia un arte no-representacional, esto es, un arte que no se limita a reproducir o representar el mundo, como fue el ideal de los grandes retratistas y paisajistas. Para tener un nombre general, estamos refiriéndonos aquí a lo que los legos llamamos “arte abstracto.”
Sé que es inútil tratar de discutir si es bello o feo el arte abstracto, ya se trate de colores en un lienzo, tonos en una pieza musical, o coreografías u obras de teatro contemporáneo. Si preguntáramos a un autor de este tipo de arte sobre la fealdad o belleza, es probable que se encogiera de hombros y dijera: “Eso no entró en mis consideraciones.”
¿Significa que entonces cualquier cosa pueda llamarse arte? ¿O queda el arte al arbitrio de lo que los críticos de arte digan que es arte? Hay historias tragicómicas: cuadros costosísimos que han sido hechos por chimpancés o por bebés; melodías diseñadas por computador usando algoritmos de azar, etc.
Lo que esas historias enseñan es mucho más que anécdotas. El punto es si hay una relación intrínseca entre belleza y medida, y también entre belleza y esfuerzo. En realidad estas dos cuestiones están relacionadas. Si alcanzar la belleza supone lograr un estándar alto y arduo, es evidente que no cualquiera puede lograrlo. Y esa frase sintetiza algo interesante: el arte (si es que no queremos hablar de “belleza”) debe ser algo que “no cualquiera” puede hacer. Si puedo emborronar un lienzo y colgarlo en la sala de mi casa no siento que eso sea “arte.” El arte debería abrir puertas hacia lo distinto, lo recóndito, lo que no es obvio, lo extraordinario.
El arte representacional logra tal meta de un modo directo: me admira el David de Miguel Angel y soy plenamente consciente de que jamás yo podría hacer algo así. Pienso además, con toda razón, que muy pocas personas vivas podrían lograr algo siquiera parecido. Ello despierta un tipo de admiración singular: siento que al ver al David estoy viendo algo único, y que es un regalo poder contemplarlo. Si yo mismo, en cambio, o cualquier vecino de mi barrio puede hacer arte, ¿qué hay de admirable en ese arte nuestro?
Ahí radica el problema del arte de lo feo. Mi postura es que el único arte que tiene larga vida es el arte que está conectado de alguna forma con la belleza, porque el arte feo termina siendo arte que cualquiera puede hacer, y con ello se pierde la dimensión de admiración, que es esencial para la supervivencia de la actividad creadora del artista. Hay muchas formas de ser feo y muy pocas de ser realmente bello: es inevitable entonces que lo feo se vuelva ordinario. Y es inevitable que lo ordinario ya no sea considerado artístico.
Lo feo puede impactar, admitámoslo. Si un cantante de rock se perfora la lengua y sangra profusamente en medio de un “concierto” eso hará delirar a unos miles de sus seguidores pero es poco probable que el charco macabro inicie una escuela de linguo-perforados que vaya más allá de unas cuantas anécdotas. Como una consecuencia, la espiral de lo feo y lo bizarro pronto engulle la vida de sus cultores, que acaban suicidándose cultural o incluso físicamente.
No hablamos, sin embargo, de cualquier fealdad, porque hay fealdades notables que tienen como su propia y solemne hermosura. Las grandes obras del teatro griego antiguo o los dramas de Shakespeare son “feos,” en algún sentido, porque nos estrellan con lo trágico de la existencia y porque nos obligan a descender a las simas retorcidas del alma huamna. Y sin embargo, hay que ser Esquilo o Shakespeare para escribir algo así. Otro tanto puede decirse de las Pinturas Negras de Goya o de aquellos acentos de Neruda: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche…”
Por contraste, no importa con cuánto estilo una persona reviente una guitarra eléctrica en un escenario o con cuánto talento le de una patada a un micrófono, yo siempre siento que soy bueno para patear micrófonos y destrozar guitarras.
Es lo que siempre sucede: los grafitis obscenos de Pompeya ya no tienen poder en nosotros. Son anécdotas. Ese destino, creo yo, tendrán las calaveras y cadenas, los tatuajes y piercings, algunos ruidos que pasan por CDs y varias vergüenzas que se venden a precios absurdos.
Pero, una vez más, no debemos dejarnos confundir: hemos venido hablando de tres cosas diferentes: arte “abstracto,” arte “ordinario” y arte “feo.” Lo que parece demostrado es que los dos últimos se terminan confundiendo. La salida, pues, para el arte abstracto, o en general, para el arte no-representacional, está entonces en llevar noticia de algo extraordinario, algo que imponga una medida notable y en todo caso sobresaliente. Yo diría que Mondrian es un ejemplo de ello.
También es lo que uno ve en buena parte del arte islámico. Por razones religiosas al musulmán le está prohibido hacer arte representacional pero eso no ha sido obstáculo para alcanzar cotas extraordinarias, como afirmará sin reato quien se haya asomado al legado mozárabe, por ejemplo en España. ¿El resultado? Arte que se admira y perdura.