Hace 14 años Mons. Mario Revollo, que en paz descanse, entonces Arzobispo de Bogotá, nos daba el diaconado a mis dos compañeros, Omar Orlando y Néstor Javier, y a mí. Exactamente seis meses después, de nuevo los tres recibimos la ordenación sacerdotal. Dios en su bondad nos ha conservado a los tres en el ministerio y en la Orden de Predicadores.
Por esa época recuerdo que hablábamos de las implicaciones que ese paso al diaconado traería. Nuestro retiro espiritual de preparación fue único, literalmente, pues de hecho no recuerdo ningún otro grupo que haya hecho retiros en el Convento de San Alberto en Bogotá. Único también porque nos predicó una charla un monje benedictino que había sido compañero nuestro en el Noviciado, Andrés Rocha, que después se retiró de esa Orden. También predicó esa vez el P. Norberto Rangel, que no mucho después falleció, y del cual no recuerdo que hubiera predicado charlas de retiro a nadie más.
Como estaba claro que nuestro diaconado sería “transitorio” (término que uso a falta de otro mejor), pienso que en nuestro retiro, más que el hecho de ser diáconos, resonaba una y otra vez lo que dice el Derecho Canónico, que con el diaconado uno empieza a ser clérigo. Y si hay palabra difícil de pronunciar hoy sin producir polémica, es esa: clérigo.
Así como uno no puede oír hablar de un círculo sin añadir mentalmente “vicioso,” para completar la expresión ya hecha: “círculo vicioso,” así también creo que clérigo suena ya a “clericalismo.” Creo que la definición no-oficial pero omnipresente de “clérigo” es: “hombre que utiliza su investidura sagrada para defender el clericalismo.”
Hay gente (sacerdotes, digo) que, por evitarse el trago amargo de pronunciar algo que les recuerde que son clérigos, cambian en algo el texto de la misa. Eso lo he notado tanto en español como en inglés. Allí, en la plegaria eucarística tercera, donde se ruega por “el clero” estos clérigos cambian las palabras y dicen “tus ministros” o en inglés he oído: “all those who minister,” de modo que quepan bien los laicos.
Por supuesto hay razones abundantes para ese temor. Con la sola razón de que “aquí el sacerdote soy yo” se han cometido todo tipo de atropellos y abusos de poder. Además, la mentalidad de “casta” que va como incluida en el significado original de “clérigo,” o sea, “escogido,” fácilmente produce tufillo eclesiástico en todas sus variedades: político, social, misógino, homosexual o económico.
Por mi parte, no recuerdo haberme sentido cómodo nunca en esas reuniones de eclesiásticos y más eclesiásticos, o de montañas de clérigos. Pienso que el sacramento del orden Jesús lo quiso para varones y su praxis así lo demuestra: es claro que él no se dejaba llevar por prejuicios sociales y es claro también que eligió Doce hombres. Pero una cosa es el tema del sacramento del orden y otra cosa es el exceso de clérigos, clerecías, clericaturas y clericalismo que aqueja a la Iglesia Católica. La Iglesia puede y debe ser mucho más dialogante y sus reuniones y deliberaciones mucho más abiertas sin que eso implique que haya que ordenar mujeres. La confusión entre estas dos cosas ha hecho mucho daño, de hecho.
No estaría mal que algunos de los que creen que las cosas se arreglan sólo ordenando mujeres pensaran en que al defender esa postura son más clericalistas que cualquiera, pues lo que están diciendo en realidad es que sin el sacramento del orden no hay voz en la Iglesia, y resulta que es esto último y no la clarísima voluntad de Cristo lo que hay que aclarar y mejorar.
Personalmente he vivido sin traumas el ser clérigo. Me encantó siempre lo que dijo Humbert Vicaire sobre el fundador de mi orden: “su primera mirada sobre el mundo es clerical.” Nadie dirá la necedad de que santo Domingo no entendía la vida de los laicos, pero su mirada y su ser son clericales. Es sacerdote, ¡bendito Dios! Es sacerdote sin complejos y también sin prepotencia. Vive su sacerdocio no para sí mismo ni en beneficio propio sino como una experiencia de progresiva donación y de crecimiento en el amor, unido a Cristo. Experimenta y conoce la debilidad humana pero eso no lo desanima sino que le hace entregarse con renovado fervor a la oración, mientras su corazón se vuelve más y más comprensivo y compasivo para con todos.
¿Qué hay de malo, por Dios, en ser clérigo? ¿Qué hay de malo en reconocer con lágrimas de humillada gratitud que Cristo sigue llamando? Si ese llamada puede ser ocasión de prepotencia, eso no quita que también pueda serlo de gratitud, humildad, oración y servicio. Así fue en la vida de santo Domingo, en la de Ignacio de Loyola, en la de Maximiliano María Kolbe, en la del Padre Pío.
Lo que sí necesitamos, por supuesto, es mirar estos modelos, pedir la intercesión de todos ellos, y más de ellos, prendar nuestros ojos de Cristo, sumo y eterno Sacerdote.