Preocupante. La noticia la publica El País del día 25 de agosto. Aparece en la sección de “Ciencia Recretaiva” pero para mí no es nada recreativo lo que aquí transcribo, y que no requiere más comentario.
Cómo detestar el helado
La psicóloga Elizabeth Loftus, de la Universidad de California en Irvine, lleva un cuarto de siglo implantando falsas memorias en la gente. Ha conseguido que miles de estudiantes incautos recuerden que se perdieron de pequeños al ir de compras (no siendo el caso), que fueron ingresados en el hospital por una infección de oído (nunca padecida), que asistieron a una boda y rebozaron de ponche a los padres de la novia (cosa que no ocurrió), que presenciaron en la infancia un caso de posesión diabólica (huelgan los comentarios), que les habían extraído un trozo de piel del dedo índice para unas pruebas médicas y no sé cuántas cosas más. Pero su último experimento es mucho mejor aún (PNAS, edición electrónica de agosto). Si tiene un marido gordo, siga leyendo con atención.
Loftus pidió estudiantes voluntarios para un estudio sobre “comida y personalidad”, y se presentaron 335 (no es que los estudiantes californianos estén locos, sino que Loftus les prometió unos créditos por participar en el estudio). Primero les hizo rellenar seis cuestionarios: tres sobre sus gustos culinarios y sus pasadas experiencias gastronómicas y otros tres sobre su personalidad. Una vez rellenados, Loftus se quedó con los tres primeros cuestionarios y tiró a la basura los otros tres. Lo de “comida y personalidad” era un camelo. Lo único que importa es la comida, como todo el mundo sabe. Una de las 125 preguntas era: ¿Te pusiste malo de pequeño por comer un helado de fresa? Todo el mundo respondió que no, naturalmente.
Loftus volvió a convocar a sus voluntarios una semana después y les explicó que había analizado sus respuestas con un avanzado programa informático, un prodigio algorítmico capaz de deducir de aquellos simples cuestionarios el “perfil histórico-alimentario” de cada estudiante. Otro camelo. Allí no había programa informático de vanguardia ni algoritmo alimentario ni nada de nada. El perfil era el mismo para todos los estudiantes, y se lo había inventado la propia Loftus al estilo pitonisa (“de pequeño aborrecías el repollo” y otras obviedades) con el único propósito de colarles a los voluntarios la siguiente falsedad: “Te pusiste malo de pequeño por comer un helado de fresa”. Después, la psicóloga les hizo rellenar de nuevo los mismos cuestionarios de la semana anterior.
Resultado: el 30% de los estudiantes no sólo recordaba ahora haber caído enfermo de pequeño por comer un helado de fresa -un típico trabajito de Loftus-, sino que aseguraba que, desde entonces, huía de los helados de fresa como de la peste. Loftus y su equipo concluyen: “Creemos que este trabajo tiene implicaciones importantes para el comportamiento alimentario y dietético”. Cierto, pero ¿no tendrá también otras implicaciones? Loftus responde en un correo electrónico: “Si esta técnica se perfeccionara, podría tener muchas aplicaciones más allá de los hábitos dietéticos. Por ejemplo, tal vez se podría persuadir a un adolescente de que, unos años antes, se puso malísimo tras esnifar pegamento o incurrir en algún otro comportamiento poco saludable”.
¿Y podría servir, pongamos, para hacer que un racista le coja asco al racismo? “No estoy segura de que la técnica pueda afectar a las actitudes racistas”, responde Loftus. “Pero es una idea interesante. Habría que implantar en el racista el falso recuerdo de que un miembro de una minoría racial hizo algo maravilloso por él -por ejemplo, le salvó de morir ahogado-, y ver si eso altera sus actitudes”. Loftus cree que los efectos neurobiológicos de experimentar algo son muy parecidos a los de meramente imaginarlo. De ser así, el experimento del racista no funcionará: hay actitudes que no se alteran ni debajo del agua.