Construír estabilidad, construír madurez, es tarea que no se improvisa. En cierto modo, es la conquista más importante de tu vida, porque ¿de qué sirve ser dueños de muchas cosas si no somos dueños de nosotros mismos?
No es extraño entonces que una lucha prolongada y difícil reclame tantos esfuerzos y tenga a veces contratiempos o derrotas parciales. Podemos mirar estos reveses como barreras que nos detienen o como retos que nos invitan a crecer. En el primer caso, quedaremos postrados; en el segundo tendremos un nuevo motivo para seguir luchando.
Lo importante es ir conociendo dos cosas: en qué somos fuertes y en qué somos débiles. El que desconoce sus fortalezas perderá las mejores oportunidades; el que desconoce sus debilidades caerá una y otra vez en los mismos errores. Hay, pues, que conocer en dónde está nuestra fortaleza y qué debilidad nos acecha.
Otra cosa básica es tener siempre un punto a dónde mirar. Los tiempos difíciles se parecen a las tormentas: no sólo dificultan caminar sino que obnubilan la vista. Y cuando uno no ve qué sigue, fácilmente siente que su lucha no tiene sentido. Por eso los verdaderos luchadores tienen siempre una fuente de inspiración. Sus ojos no se desprenden de la gente grande, es decir, de aquellos que pasaron por combates similares y salieron adelante. Los hombres de talento, los grandes pensadores o los santos de Dios son personas que nos pueden inspirar valor y sabiduría en las horas más grises de nuestra vida.
Sin embargo, todos tenemos días en que todo parece fallar. Y por eso es sensato que desde el principio contemos con las fuerzas que Dios, y sólo Dios, puede darnos. Revisa la historia y verás que los grandes hombres han contado siempre con la ayuda de un Ser Superior. La ventaja de nosotros los cristianos es que no tenemos que llamarlo así, “un Ser Superior”: para nosotros es nuestro PADRE, el PAPÁ que nos ha mostrado cuánto nos ama entregándonos a su Hijo.
Y por eso, aunque para nosotros el camino es tan largo como para las demás personas, para nosotros ese camino tiene un nombre: Jesucristo.
Por: Fr. Nelson Medina, O.P.