Londres , Octubre de 1868.
Querido hijo mío:Te escribo hoy esta carta porque tu partida me preocupa mucho, y porque quiero que lleves contigo unas palabras mías de despedida, para que pienses en ellas de cuando en cuando, en los momentos de tranquilidad. No necesito decirte cuánto te quiero, y que siento mucho, lo siento en el alma separarme de ti. Pero la mitad de esta vida está hecha de separaciones, y son dolores que hay que sobrellevar; además, la vida con sus pruebas y peligros te enseñará más que cualquier estudio o tarea que pudieras realizar.
Hasta hoy, sólo has necesitado para vivir una meta fija y constante; desde ahora te aconsejo, hijo mío, que te propongas con firme determinación a hacer todo lo que hagas de la mejor manera posible. No te aproveches vilmente de nadie en ninguna ocasión, y no seas duro jamás con los que están bajo tu fuerza. Procura hacer con los demás lo que quisieras que ellos hiciesen contigo, y no te desalientes si a veces dejan de hacerlo. Mucho mejor será para ti que sean ellos los que desobedezcan la máxima regla establecida por nuestro Salvador, y no tú. Pongo en tu equipaje el libro del Nuevo Testamento, porque es el mejor libro de cuantos se han conocido y se conocerán, y porque nos enseña las mejores lecciones por las que puede guiarse todo ser humano que procure ser leal y fiel a su deber. No abandones jamás la sana costumbre de rezar tus oraciones por la noche y por la mañana. Yo no la he abandonado nunca, y conozco el consuelo que eso presta al alma. Confío en que puedas decir siempre en tu vida que has tenido un padre cariñoso que te ha amado.