Cuando se habla de Internet o de teléfonos celulares de tercera generación (3G) se piensa en CTP, Comunicación Tecnológicamente Perfecta. Se supone que el mundo camina hacia un futuro con mejores y más numerosas formas de comunicación. Pero, ¿es así realmente?
Por lo pronto ya hemos visto que tener la posibilidad de hablar con el otro lado del mundo significa también tener el poder de desconectarse de las antipatías o dificultades de esta parte del mundo. Al fin y al cabo, tenemos un número limitado de orejas, un número limitado de segundos en el día, y un número limitado de palabras sensatas y atentas qué decir. O sea que el solo hecho de disponer de infinitos canales no indica que ya sabemos navegar mejor.
De otra parte, el crecimiento exponencial de las posibilidades tecnológicas hace que un número mayor de personas queden reducidas a la condición de consumidores. Este solo hecho debería disparar nuestras alarmas.
Cuando hablo de esto pienso siempre en el caso de la música. En una aldea de campesinos, de cualquier país del mundo, la música podía ser una especie de tesoro que todos consumían y también producían. Pensando en mi país, Colombia, no me cuesta imaginar una de esas fincas del Viejo Caldas, por ejemplo, donde, después del duro día de trabajo en el surco, los labradores se trocaban en músicos. Dejando arados y guadañas, al caer de la tarde tomaban sus guitarras y tiples. Los más jóvenes iban mostrando sus destrezas y los mayores guiaban improvisados conciertos donde la poesía o las coplas brotaban de mentes despiertas y frescas.
La gente de esas mismas edades ahora toma otro aire. Cada uno, apenas tiene el dinero para comprarlo, se enchufa a un aparato. Cada uno oye su música, que no es suya, sino comprada en Internet o en todo caso producida a muchísimos kilómetros, en estudios de sonido sofisticados. Los efectos especiales de esas guitarras eléctricas o de esos sintetizadores de última generación están muy lejos de lo que el muchacho, ahora reducido a simple consumidor, puede llegar a hacer por su cuenta. Si acaso intenta aprender algo de guitarra, su instrumento le suena plano y aburrido, de modo que su única posibilidad es depender de la música que le manden.
Ahora bien, un mundo de consumidores es, a pesar de las apariencias, un mundo de comunicaciones unidireccionales. Es un mundo donde unas pocas voces y unos pocos nombres dominan la escena. El universo entero tiene que saber quién es Britney Spears, así nos pase a todos que no sabemos ni quién vive al lado de nuestra casa. Todos tienen que saber cantar y vestirse como está mandado, así nadie sepa ya remendar un trozo de ropa.
El resumen de lo dicho es que un mundo en el que reina la alta tecnología es probablemente un mundo bastante incomunicado en su tejido “horizontal.” Es, en cambio, un mundo que con relativa facilidad puede ser estandarizado, homologado y dominado.
Y otra cosa preocupa. A medida que avanza la sofisticación de los gadgets de todo tipo avanza también la distancia entre los que pueden jugar con esos aparatos y los que quedan excluidos de ellos. Y como los nuevos modelos de empresa y las nuevas posibilidades de hacer dinero cada vez están más amarrados a esos mismos desarrollos, parece inevitable que el avance unilateral de lo tecnológico haga cada vez más difícil que los excluidos puedan luchar en condiciones justas por sus demandas o aspiraciones legítimas. Lo único que les queda, a menudo, es la posibilidad de “hacer la pelea” individualmente, es decir, esforzarse como individuos para no quedarse por fuera de las bondades y comodidades del llamado “Primer Mundo.” Quien lo logra, es decir, el emigrante hacia Estados Unidos, Europa o Australia, dará lo mejor de su talento a ese mismo mundo ya desarrollado, alzando un poco más la barrera entre los que sí tienen y los que no tienen.
Viene así a resultar que la supertecnología de las comunicaciones, con todas sus bandas anchas y dispositivos “smart” es como un puente que separa. ¿O hay tal vez alternativas? De ello conviene seguir hablando.