Apple impuso su nombre: Ipod. O por lo menos impuso una filosofía, o se montó a tiempo en el tren de una filosofía que reúne muchas cosas: la soledad e individualismo, la primacía absoluta del gusto del consumidor, la demanda de alta calidad artística y tecnológica, la discreción en la presentación y la potencia en la ejecución.
Todo se traduce en millones y millones de personas con reproductores de MP3, oyendo música en todas partes. Si hay un icono de nuestra sociedad es un joven (o no tan joven) con unos audífonos: vive más en su mundo que en el mundo de todos. O el mundo se volvió la intersección caprichosa de mundos volátiles que se miran desde lejos y de pronto colisionan o se abrazan.
Lo nuevo es que no sólo se oye música. Es posible usar Internet no sólo para enviar melodías, sino también discursos, entrevistas, arengas, manifiestos, estadísticas, noticias, poesía, erotismo, ciencia actual, discusiones bibliográficas, predicaciones vehementes, oraciones sentidas.
Nace así un modo de producir y distribuir archivos de sonido de alta calidad: podcasting. Un sistema de suscripción que hace que las personas preparen buzones (carpetas) en sus computadores conectados a Internet, y luego se suscriban a los programas que les interesan. Un programa sencillo, llamado “agregador” se ocupa de gestionar las suscripciones, de modo que, cuando hay material nuevo, lo baja sencilla y discretamente al computador. El usuario no se preocupa de eso. Simplemente chequea su buzón, baja a su reproductor de MP3 lo que quiere llevar consigo y tiene a su disposición lo que quiere oír para cuando lo quiera oír.
Las posibilidades y ventajas de este sistema son inmensas. Conviene explorarlas, si a uno le interesa llevar algún mensaje a otras personas. ¡Y vaya si me interesa a mí!