El Catecismo Holandés (CH), publicado originalmente en 1967, quería abordar al hombre “adulto,” esto es, al hijo de la Modernidad, al que está acostumbrado a pensar en términos de ciencia, capitalismo y, sobre todo, su propia existencia y su propia búsqueda de felicidad. El experimento no resultó bien. Siendo grandes navegantes los holandeses, este barco hizo agua muy pronto, bajo el impacto de diversos factores.
Por una parte, está claro que el texto no gustó demasiado en Roma. Las cosas se pueden mirar desde el ángulo de tensiones políticas (conservadores contra progresistas) pero pienso que era más que eso. Leyendo el Catecismo Holandés, que por cierto goza de una redacción gratísima, hay momentos en que uno puede preguntarse honestamente quién está evangelizando a quién, si la Iglesia al mundo o el mundo a la Iglesia.
Un poco la sensación es que cada vez que un tema resultaría difícil de asimilar o aceptar para la mente racionalista contemporánea, el CH intenta limar sus aristas, o lo diluye, o lo omite. La virginidad perpetua de María, la existencia de los ángeles y los demonios, la realidad comprobable de milagros son ejemplos de tópicos en los que balanza se inclina hacia el gusto o preferencia del “mundo” dejando por fuera enseñanzas incluso tradicionales de nuestra fe.
Por eso hay quienes han llamado al CH modernista, por alusión a la herejía ya condenada por San Pío X. La acusación puede ser exagerada pero no le falta fundamento.
En cualquier caso, el CH logró a lo menos algunas de sus metas, podemos decir, porque mostró varias cosas: que era necesario y saludable un “nuevo lenguaje;” que ante la Modernidad había otras actitudes además de la defensa y el ataque; y sobre todo: que había que poner nuevamente sobre la mesa el asunto de cómo exponer nuestra fe.