La insistencia en comunidades laicales estrechamente unidas al ministerio y la vida de sacerdotes no trae únicamente ventajas. Un sacerdote unido a una comunidad es fácilmente un sacerdote sin tiempo para otra cosa. Su mundo puede achicarse increíblemente y empezar a gravitar en torno a las necesidades reales o ficticias de un grupo pequeño o incluso de unas cuantas personas, sea porque ellas lo necesitan, porque lo reclaman, o porque el sacerdote mismo se siente más seguro o confortable junto a ellas.
El sentir que se tiene un sacerdote “para nosotros” puede engendrar abusos litúrgicos fácilmente. Uno conoce casos de sacerdotes que tienen un régimen distinto para confesar a las personas que son sus amigos que para confesar “en general.” He sabido del caos de un padre que le decía a una pareja en la que uno era separado y vuelto a casar: “Ustedes pueden comulgar. Yo los autorizo.” Es algo escandaloso si uno lo piensa bien; pero hay que decirlo precisamente para que se vea que en el futuro de la Iglesia no hay recetas mágicas. En una iglesia con miles de sacerdotes unidos establemente a miles de comunidades parecería muy difícil guardar criterios de unidad y de cierta disciplina.
Aunque a esto se podría responder que la unidad no debe ser uniformidad. Y se puede argüír también que la unidad entre el obispo y sus sacerdotes no debería depender tanto de leyes y cánones sino de la presencia y el conocimiento mutuo. El obispo no debería ser un visitante solemne, hierático y oficial, sino quizá ese padre común que está a menudo, que predica a menudo que hace su oficio de “epíscopo,” es decir, de aquel que mira, que contrasta en su corazón la calidad de vida espiritual, doctrinal y misionera de cada comunidad, y habla abiertamente con sus sacerdotes, comprendiendo la singularidad y el carisma de cada comunidad.
Lo cual implica una cosa que debería parecer obvia desde el principio: cualquie rpropuesta a gran escala sobre la vida de los sacerdotes implica nuevos modos de concebir el papel de los obispos. Del obispo-príncipe, o el obispo-gerente, o el obispo-catedrático, al obispo-predicador, el obispo-padre, el obispo-director espiritual.
Por lo demás, estos cambios en el rol del obispo los va a forzar o los está forzando ya el secularismo dondequiera que avanza. El obispo descubre que la sociedad lo trata como un ciudadano más. Su responsabilidad pastoral queda entonces despojada de los asientos sociales y casi desbancada de las referencias culturales. Su esfuerzo entonces se centra en acompañar, defender y formar a sus sacerdotes. Sus comunicaciones son menos formales y más cordiales. Cada caso le interesa mucho más y sabe que las particularidades de las comunidades importan tanto como las de sus sacerdotes.
Por todo ello, y en balance, creo que sí es posible abrir paso, con prudencia pero también con apertura a esta clase de comunidades.