Una mañana caliente (“calda,” dicen en italiano); un hombre mayor, de mirada penetrante, rostro sereno, visible timidez, como abrumado por las oleadas de aplausos que brotan sin cesar cuando él entra a la Basílica de San Pedro. Casi se diría que lo tolera, como tolera con paciencia el calor que le hace sacar el pañuelo varias veces durante la larga misa.
Aunque su sonrisa ante la gente no es sólo tolerancia: tiene un guiño de picardía. Somos todos cómplices de este anciano bávaro que sabe que tiene poco tiempo y que por eso es preciso en las palabras, como queriendo que nuestros corazones se apresuren a vibrar con el suyo en lo que él siente que es urgente: la unidad de los cristianos, las raíces de la fe en Europa, la conciencia de que la liturgia es más que lo que nosotros hacemos, o sea, la triple sensibilidad: al misterio, a la gracia y a la Historia.
Predica como un maestro. Se mueve con gracia y con maravillosa comodidad en el curso de los siglos, habituado como está a dialogar con autores de todos los siglos. Un párrafo suyo puede tener una alusión a Gregorio Magno y una cita a un escritor del siglo XX. Agustín, los salmos, el Concilio Vaticano… todo es vecino, todo es próximo a su interés y todo sirve a la profundidad y belleza de su palabra.
Pero no sólo quiere llenarnos de palabras. Sin tener la facilidad mediática de su predecesor, su atención nos arrastra hacia la grandeza de lo que acontece en la simplicidad majestuosa de nuestra liturgia común.
Y en aquella Misa, que no olvidaré, no faltó un detalle conmovedor: al momento de la paz, la primera persona a la que saludó fue al delegado del Patriarca Ortodoxo de Constantinopla.
Terminada la ceremonia, se aleja a paso sosegado, de nuevo desbordado por risas, fotos, llantos y cantos. No le resulta fácil, pero lo vive con simplicidad y un tono de amor que deja cargada de paz a la inmensa basílica.
Se llama Benedcito XVI.