Uno de los aspectos más difíciles de las relaciones interpersonales es la sensibilidad. En sí misma es una cosa buena porque indica que somos capaces de sentir y es ello precisamente lo que hace que estemos en contacto y relación con el mundo exterior: sin sensibilidad seríamos inertes, como las rocas, y por eso se suele decir de alguien insensible que tiene un corazón de piedra.
El problema empieza en los umbrales de sensibilidad de las personas. Nuestro tiempo ha elevado casi desmesuradamente la noción de “derecho”: todos somos conscientes de nuestros derechos y por eso nos volvemos extremadamente sensibles a lo que pueda lastimarlos. Esta excesiva sensibilidad al derecho hace que tomemos como ofensas cosas que no lo son, o también que defendamos de modo agresivo los límites de nuestros pequeños “imperios,” es decir, aquellos lugares, ideas o estilos que sentimos más nuestros.
¿Cómo convivir con los intereses y las sensibilidades de los demás, sin olvidar que también nosotros somos sensibles y tenemos seguramente nuestros propios intereses? Algunas sugerencias prácticas pueden servir para bajar bastante la tensión.
1. Analiza la situación pero no andes diciendo tus diagnósticos. Este consejo tiene dos partes y ambas son importantes e inseparables. Analiza la situación: es preciso darnos cuenta hasta donde es posible dónde le aprieta el zapato a la otra persona; qué le preocupa, qué le duele. A menudo sucede que la gente ni siquiera es consciente de sus intereses y sólo grita cuando la presión se le ha vuelto insufrible.
Para nosotros es un deber de humanidad y un recurso extremadamente práctico conocer a quienes nos rodean: sus gustos, tendencias, preocupaciones. Es sobre todo un asunto de saber cómo valoran las cosas, es decir, cuánto pesan adentro de ellas. Para un niño la peor tragedia puede ser que su bicicleta se ha averiado el día de mejor sol.
Es importante que este análisis no sea un asunto puramente racional. El ser humano es bastante irracional en muchas cosas, no porque sea exactamente contrario a la razón sino porque no se plantea razones claras y defendibles para cada cosa que hace. ¿Te imaginas que alguien tuviera que dar hasta la última explicación de por qué es coge el vestido a rayas y no el de color liso? Si el ser humano es así, si todos somos así, quiere decir que entender a una persona es más un ejercicio del “corazón”. Podemos decir que “entendemos” a alguien cuando casi sentimos: “yo obraría (o habría obrado) del mismo modo.”
Pero, por otra parte, “no andes diciendo tus diagnósticos.” Ser analizado es hasta cierto punto ser convertido en una especie de “objeto” y esta es una sensación que no es muy agradable. Si es verdad que necesitamos analizar a los demás también es verdad que hemos de hacerlo con discreción extrema y siempre pensando que es un recurso para convivir mejor todos. Un error gravísimo es “disparar” nuestros análisis. Al hacerlo le estamos diciendo a la otra persona: “Yo te conozco; yo sé cómo funcionas.” Lamentablemente es un error que se comete muy a menudo.
El ideal nos lo muestra Cristo, que conoce lo que hay en el corazón de cada uno (Juan 2,25) y que sin embargo sabe acogernos con delicadeza y mantener siempre abiertas las puertas de la confianza.
2. Asegúrate de oír toda la versión de la otra persona. Muchos sentimos que tenemos un don para conocer a los demás y existe siempre el secreto placer de adivinar lo que el otro va a decir. ¿Eres una de esas personas que se goza “prediciendo” lo que el otro va a responder y luego resulta que sí lo dice como lo habías pensado tú? Cuidado: se pueden causar muchas heridas con ese “don.”
Esto se parece al que va pregonando sus diagnósticos. Cuando interrumpimos lo que el otro dice con un “sí, sí, ya sé?”, o con “eso ya lo entiendo?”, o con “sabía que ibas a decir eso?”, o con una sonrisa (que siempre tendrá carga de ironía, así no nos lo propongamos), la comunicación se rompe. Es como si nos pusiéramos no en el nivel del que habla sino del que juzga. El mensaje que enviamos al cortar el discurso del otro es: “Tu versión sobra porque yo ya tengo la información relevante a mi disposición.”
¡Convivir no es fácil! En este caso implica perder, literalmente perder tiempo oyendo cosas que ya sabemos que se van a decir. Sin embargo, y para consuelo nuestro, un par de observaciones: (1) No es completa pérdida de tiempo porque más de una vez encontraremos que la gente cambia, nos da sorpresas o sencillamente no la conocíamos tan bien como creíamos. (2) Escuchar es muchísimo más que recoger información. Es un ejercicio de desahogo y de catarsis que en sí mismo trae salud. Esto está demostrado científicamente.
¿Cómo obrar entonces? Necesitamos humildad y paciencia. Oír hasta el final. Oír hasta que la otra persona llegue a su punto y lo exponga y el rostro le cambie: esa es la señal. Cuando una persona se ha expresado completamente sobre un punto el rostro le cambia. Los ojos ya no están tan abiertos y enfáticos; las manos vuelven a su lugar de reposo; el tono de voz se normaliza; la boca se cierra y la respiración recobra su ritmo.
Es importante que no sólo oigamos como esperando a que llegue nuestro turno para hablar. La escucha sincera es algo grandioso, algo que todos los seres humanos agradecemos. Oye la versión del otro, óyela a fondo, y él o ella estará casi dispuesto a empezar a acoger la tuya.
3. Aprende a hacer preguntas oportunas y asertivas. Escuchar a fondo no es algo pasivo. Entraña inteligencia y mucho amor. Más aún que eso, requiere a veces que hagamos algunas preguntas y para esto hay que aprender a preguntar.
Una pregunta oportuna es la que ayuda a que la otra persona se exprese, es decir, termine de desenvolver su pensamiento. A veces preguntamos con un tono o un contenido que en realidad frenan y entorpecen el proceso de la comunicación. Si alguien está contándonos cómo perdió su empleo y le decimos: “¿Y ya cuántos empleos has perdido?”, eso no puede ser percibido de una manera neutra por el otro. Sonará a ofensa, así no haya sido nuestra intención. Hay que entender que cuando una persona cuenta un problema lo más común es que adopte, por lo menos inicialmente, el papel de víctima. A alguien que habla desde esa perspectiva nuestra pregunta por los empleos perdidos le suena a una acusación que le señala y condena, aunque esa no haya sido nuestra intención. Por el contrario, una pregunta cómo: “¿Retiraron a muchas otras personas contigo?” puede ser de ayuda y alivio.
Otro tema es la asertividad. Según alguna enciclopedia es “una actitud intermedia o neutra entre un comportamiento pasivo o inhibido y otro agresivo al reaccionar con otras personas, que además de reflejarse en el lenguaje hablado se manifiesta en el lenguaje no verbal, como en la postura corporal, en los ademanes o gestos del cuerpo, en la expresión facial, y en la voz.” Las preguntas asertivas se centran en el tema y quieren hacer avanzar lo que allí se trata. No intentan defender lo que somos ni tampoco atacar lo que le otro es. Veamos un ejemplo.
Una pareja discute sobre la decisión que la mamá tomó de matricular a los hijos en el transporte escolar, que es costoso, a pesar de que los dos tienen autos. El esposo ve venir una cuenta mensual más y se halla realmente disgustado porque ve estrecho le presupuesto familiar: un terreno abonado para una discusión larga y agria. Este hombre, sin embargo, está resuelto a tender puentes de comunicación más sólidos con su mujer y por eso empieza por tratar de entender las razones de ella desde ella misma. Desde luego, no puede disimular ni su preocupación ni su disgusto pero piensa en todo lo que valen su matrimonio y su familia, pide ayuda a Dios, y entra en el diálogo.
La preocupación de ella era que su automóvil ha presentado fallas en el último semestre y ha estado ya tres veces en el taller, la última de ellas por cuatro días. La escuela queda realmente lejos de casa para unos niños tan pequeños y no hay transporte público que facilite estar allá a tiempo. No quiere depender de vecinas o amigas y los horarios del esposo no dan margen para pensar que él podría salir en rescate en dado caso. En el fondo, ella ha temido que, si la cosa se discute entre los dos, él va a salir con que “Ese carro todavía aguanta,” y ella no se siente capaz de pasar una tarde de angustia buscando cómo recoger a los niños.
En ese ambiente caldeado, el hombre toma la mejor decisión: no discute lo que ya ha sido hecho, el contrato de transporte escolar sino que pregunta: “¿Ese contrato cubre cuántos meses, Silvia?” Ella no se siente agredida. Ella esperaba que él le dijera que era una malgastadora o una paranoica, como le había dicho otras veces. En tono más sereno ella responde: “Seis.”
Con más sabiduría aún, él hace otra pregunta: “¿Averiguaste si tenían tarifas especiales cuando varios niños son de la misma familia?” Eso fue muy bueno, porque entonces ella puede exponer su pequeño triunfo: “¡Sí averigüé! De hecho, por los dos niños hay que pagar sólo tarifa y media.” La tensión ha bajado.
La historia acaba bien: los niños tomarán el transporte sólo por seis meses mientras se hace una reparación completa y fiable al auto de ella y luego podrán economizar ese dinero.