Con un amigo sacerdote, el P. Robinson Sierra, de esta parroquia de Blessed Sacrament, fuimos a visitar un enfermo terminal en el Cabrini Medical Center de aquí en Nueva York. Un hombre que agoniza en medio de una ciudad inmensa en donde parece fácil que se extravíe el alma.
Robinson le impartió la unción de los enfermos y ambos oramos por él. El hombre no pareció recuperar la conciencia. Nunca pareció saber quién era el sacerdote que le ungía ni mucho menos quién era yo. Nosotros le dimos lo mejor que podíamos a una persona que no nos había visto nunca y que en esta tierra jamás sabrá quiénes somos.
Esa experiencia me ha hecho pensar en varias cosas.
Pienso en cuántas personas me han hecho bien, me han amado, han pensado lo que es bueno para mí, y yo tal vez nunca lo he sabido ni lo he agradecido. Pienso también en el silencio amoroso con que los Santos Angeles nos cuidan y con el que quisieran infundirnos amor y devoción, conversión y gracia. Pienso en la hora de mi propia muerte. ¡Dios! Lo más importante será que haya un sacerdote en esa hora… aunque tal vez yo no pueda reconocerlo ni pueda decirle: GRACIAS. ¿Lo puedo decir desde ahora y desde aquí, aunque no sepa su nombre?