19. Día de Liberación
Elena a veces se comunicaba con la hija a través de los pájaros. Dedicada a la oración con un fervor poco común, había recibido de Dios el don que tuvo San Francisco, y por eso tenía en esos animalillos verdaderos correos que podían llevar mensajes muy sencillos, pero a veces vitales.
Una de las claves que Elena había acordado con la hija era esta: “Cuando veas que tres alondras se posan en tu ventana, ello significa que debes esperar. Detrás de ellas llegarán golondrinas que también te saludarán en la ventana cantando. Cuenta el número de golondrinas: es el número de días que debes esperar.”
Efectivamente, pasada la noche de la fogata Caterina volvió a su habitación sin ser extrañada. A la mañana siguiente se posaron las tres alondras, y detrás de ellas, puntualmente llegaron una detrás de otra dos golondrinas. Caterina supo entonces que algo muy grave pasaba y que había que esperar esos dos días. Dio como pretexto que Elena había tenido que salir muy temprano a Aldún y que quizá tardara un poco. Landulfo se contuvo en su deseo de hacerse con el cofre. Pero la excusa de Caterina no hubiera bastado para contenerlo sin la segunda estrategia: los mismos pájaros fastidiaban de manera inaudita a las ovejas y cabras, dispersando el rebaño y haciendo la vida imposible a Landulfo, que tuvo que mantenerse mucho más ocupado que de costumbre durante esos dos días, al punto que apenas pudo escribir un par de líneas de amor para su princesa.
Al tercer día emprendieron la marcha. Caterina iba muy callada, por razones que nosotros podemos imaginar pero que se le escapaban a Landulfo. Con la cabeza agachada aunque caminando a buen ritmo, la muchacha sentía que iba como hacia el matadero. Temía también por la suerte de Juan y de su propia madre, por supuesto.
Landulfo tomó el camino corto a través de la montaña tratando de no fastidiar demasiado a su princesa, aunque se moría de impaciencia viéndola con esa cara de angustia, que él no interpretaba como de angustia sino como si fuera disgusto. Para sus adentros se repetía: “¿Qué se me olvidó? ¿Qué no he hecho o qué hice yo para que ahora esté así? ¿No dijo que quería venir? ¿O será sólo porque me opuse a que viniera la mamá? ¡Pero si la mamá ni siquiera ha vuelto de Aldún!”
No hubo tampoco demasiado tiempo para pensar. Ya tenían al frente un letrero bellamente renovado: “Miserere Mei, Domine.” Ante la puerta ambos recuperaron aliento; Caterina se dio unos minutos para secarse unas pocas gotas de sudor y para recomponer su traje.
–Sólo una cosa te advierto, Ariadna –dijo Landulfo en voz muy baja, al oído de Caterina– : si ese tipo no me da el cofre por las buenas yo de todas maneras lo voy a recuperar. ¿Me entiendes bien? Luego no empieces a decirme que me detenga, ¿de acuerdo?
Caterina asintió; por dentro estaba que se moría de angustia.
La puerta estaba entreabierta; Landulfo la acabó de abrir con la punta afilada de su hacha inmensa. Entraron ambos al patio interior de abajo. No parecía haber nadie, aunque en realidad los muchachos y Elena ya habían compartido un día completo con Juan: tiempo suficiente para poner juntas todas las piezas del rompecabezas.
Con un movimiento instintivo Caterina fue a la puerta de la capilla aunque no entró. Se sentó en un banquito que estaba allí afuera y se abanicó un poco como quien recupera el resuello aunque ese era sólo un modo de tener las manos ocupadas para que no se le notara el nerviosismo.
Landulfo se quedó de pie en la mitad del patio sin tener idea de cuántos pares de ojos lo observaban desde arriba. Parecía una escultura inmensa en una casa que tenía proporciones ligeramente inferiores a las de su tamaño. Levantó el hacha como acto previo a la amenaza que estaba a punto de gritar cuando Juan le gritó desde arriba:
–¡No estás condenado!
Landulfo hubiera esperado cualquier otra cosa. Hasta había imaginado que Juan se valdría de algún animal entrenado para atacarle, quizá algún perro rabioso. Pero no podía entender qué pasaba. Juan le volvió a gritar:
–¡Tú no estás condenado!
Landulfo trataba de entender qué quería decir eso y los ojos se le nublaban. Juan repitió en voz más fuerte, primero en latín y luego en aldunense:
–¡Ya no pesa sobre ti tu condena!
Landulfo bajó el hacha sin darse cuenta, y la dejó caer en tierra. La mirada se le oscurecía con llanto y las columnas de la casa se volvían árboles ante sus ojos. A una seña de Juan, todos los muchachos salieron desde el segundo piso y gritaron a una sola voz:
–¡No hay condena sobre ti!
Landulfo vio cómo el hacha se volvía un gato grande y luego un gatito pequeño, y vio que todos los muchachos se convertían en adoradores de los Ritos de la Tierra, y escuchó que el papá le gritaba:
–¡Ya no pesa sobre ti tu condena!
Cayó a tierra con un mareo terrible y sintió que su cuerpo no le obedecía y un grito espantoso como de una urraca embravecida brotó de su garganta sin que él pudiera impedirlo. Juan y los muchachos gritaron de nuevo:
–¡Ya no pesa sobre ti tu condena!
El grito de la urraca rompía los tímpanos y el cuerpo entero se sacudía con violencia. Los jóvenes siguieron gritando lo de la libertad de la condena, pero sus voces no se oían por la intensidad del grito de Landulfo.
Y entonces sucedió una cosa maravillosa: centenares, tal vez miles de pájaros, se acercaron y haciendo un círculo inmenso cantaban a todo pulmón hasta vencer al chillido de la urraca. Juan levantó la mano dirigiéndola hacia la cabeza de Landulfo pero no sabremos nunca lo que dijo, por el conflicto de voces.
Sin dejar de mirarlo y de decir lo que decía, bajó hasta el patio. Un súbito silencio se adueñó del monasterio. Juan añadió en voz baja pero audible:
–¡No hay condena sobre ti!
Landulfo quedó desmayado en el piso.
Tardó en volver en sí. Elena lo ayudó a sentarse. Parecía un niño de quince años, asustado y en medio de un país desconocido. Luego se levantó y habló a todos con voz ronca. Se le veía extraordinariamente cansado.
–Yo… sólo quiero pedir perdón por dos cosas. A ti, Caterina, porque siempre he sabido que tu camino es otro. Has sido una extraordinaria amiga, y sin tu luz creo que hubiera buscado de nuevo los Ritos de la Tierra… Pero, por favor, siéntete libre de servir ya a tu Esposo y Señor.
Caterina no lo podía creer. Landulfo siguió:
–Y quiero pedirle perdón a alguien que debería estar aquí y que no está. Ivana, perdóname; perdónanos. Amigos, no tengo necesidad de mentir: nunca fue nuestra intención que ella muriera. El plan era perfecto y…
Caterina lo interrumpió:
–Esa parte debo decirla yo, porque algún día tiene que doblegarse este orgullo mío y algún día tengo que dejar esa imagen de niña buena que no soy. Lo que dice Landulfo es cierto: el plan era bueno. Había un clima de terror en esta casa y ya estábamos todas avisadas de salir huyendo cuando llegara la alarma de la invasión musulmana. Nunca hubo tal cosa en estas tierras pero fabricamos esa historia porque… porque era más fácil para mí decir que había sido raptada y no tener que reconocer que no estaba preparada para esta vida y vocación. Yo no quería que se me tuviera por una cobarde ni que se dijera: “esta intentó y no pudo.”
Juan sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas mientras rehacía los últimos momentos de la vida de Ivana. Caterina continuó:
–Landulfo incendió los cultivos una cierta noche. Espantó los rebaños. Se logró un ambiente perfecto de desesperación y zozobra. Era invierno y noche cerrada. Resonaron las trompetas de alarma y después, según lo hablado, todas bajamos al patio listas para huir. Ivana se devolvió a recoger al Santísimo porque dijo que no toleraba que quedara en manos de infieles… unos infieles que no venían ni nos habían hecho nada.
Caterina cubrió su rostro con las manos: luego siguió:
–Tuvimos una discusión con Ivana porque se tardaba mucho y entonces salimos por la puerta de atrás, de camino hacia el Norte, donde estaban preparadas las bestias. Pero entonces Ivana dijo que no deberíamos dar la espalda al enemigo, y que dónde estaba nuestro valor. Magdalena trató de persuadirla pero ella salió corriendo sola por la puerta principal, camino del Sur, y… ahora entendemos que, aunque logró avanzar muchos kilómetros en la noche y la nieve, lamentablemente… Pero, miren, por favor, entiendan que nunca quisimos hacerle eso y que ella no se merecía eso…
Elena intervino:
–Su sacrificio no fue en vano, aunque… hay cosas que uno no alcanza a entender. Lo único que yo sé es que todos le debemos algo. Hay algo de ella en cada uno de nosotros.
No pudo agregar más. Ni hacía falta.