15. Los Pájaros
No solamente los jóvenes oyeron ese concierto. Landulfo, que no podía dormir después de que su pregunta quedara sin respuesta, escuchaba algo de la melodía, sólo que a él no le sonaba agradable y placentera sino dura y amenazante. Tanto le molestó ese sonido que finalmente salió de casa armado de su hacha gigante pero no pudo sacar nada en claro porque había algo de neblina de manera que el lejano resplandor de la hoguera quedó oculto a sus ojos. Volvió a casa y algo le quería decir a Ariadna pero esta dormía profundamente y a él le daba pesar interrumpir ese sueño. Entonces sacó uno de sus cuadernos y empezó a escribir un breve poema sobre “La Hermosa Dormida.” Satisfecho con su obra maestra se quedó dormido después.
Por su parte, los muchachos, cuando se vieron envueltos en esa música se quedaron maravillados. Era una mezcla de admiración ante algo sublime y temor ante algo completamente desconocido, porque los pájaros no se dejaban ver, de modo que parecía como si el aire estuviera cantando.
Habrían pasado unos diez minutos sublimes, cuando Elena se incorporó, levantó ambas manos y empezó a moverlas de un modo extraño. A veces las llevaba a su boca, otras hacía como si fuera aplaudir, pero no aplaudía, y al final trazó una gran señal de la cruz. Se hizo completo silencio.
El hermano de Juan pensó que Elena era una bruja y así se lo susurró a Marcela, pero esta le hizo señas de que se callara. Mateo, en cambio, con los ojos puestos en alto, estaba ausente o como transportado a otro lugar. Fue Joaquín quien rompió el silencio con una pregunta:
–¿Cómo lo haces? ¿Cómo haces que te obedezcan?
–Ellos han sido mis aliados. Y de eso quería hablarles, mis niños. ¡Son tantas cosas! De seguro, ustedes han escuchado la historia del sermón que Francisco predicó a los pájaros, ¿verdad?
Aunque ninguno conocía la historia no se oyeron preguntas. Elena siguió:
–Este hombre de Dios, entre tantos dones, recibió la gracia de entrar en gran comunión con la Naturaleza y por eso pudo anunciar las maravillas del Señor no sólo a los seres humanos sino también a los irracionales. Pues verán, cuando yo vi que toda la vida se me destruía en un momento acudí a Francisco; lo invoqué de todo corazón y le dije que me ayudara porque yo era una pobre mujer sola y desvalida.
–¿Sola? ¿No dijiste que estabas casada? –Así habló Mateo.
–Sí, cuando fuimos a Grecia, sí. Pero la historia es esta: mi esposo, que era también de Aldún pero que había salido de allí siendo un niño, fue uno de los convertidos por la predicación de San Josafat. Cuando él oyó el mensaje de Fray Andrés se puso muy contento porque le había oído al obispo de la fundación de ese monasterio, el monasterio de Cristo Pantocrátor, más conocido como de “Miserere Mei.”
–¿Qué quiere decir eso?, –inquirió Marcela.
–Significa “Ten compasión de mí, Señor.” Bueno, el hecho es que mi esposo, que ya estaba muy enfermo de los pulmones en esa época del viaje a Grecia…
–¿Y por qué hicieron ese viaje tan pesado si él estaba tan enfermo? –interrumpió el hermano de Juan, que trataba hasta último momento de no creerle nada a la anciana.
–Porque –respondió ella con mansedumbre– unos amigos le habían dicho que las sales del Mar Mediterráneo le harían mucho bien y que el clima seco y soleado de esas fechas lo restablecería. Sigo. Mi esposo, en cuanto oyó la profecía del fraile, se puso muy feliz y cometió un grave error, aunque con toda la buena voluntad.
–¿Cuál?
–Empezó a presionar a Caterina para que se uniera a ese proyecto. Ella no era opuesta a la religión pero se sentía forzada de que la metieran a la fuerza en ese lugar. Hoy pienso que ambos estaban equivocados.
–¿Cómo así? –preguntó Mateo.
–Mi esposo estaba equivocado porque esa no es la manera de ayudar a los planes de Dios. Con toda la fuerza que él hizo sobre nuestra niña lo que logró fue indisponerla, de manera que ella finalmente aceptó irse allá pero con una condición: que yo la acompañara. Como se da el caso que físicamente no somos tan parecidas porque ella es mucho más parecida al papá que a mí, y como las demás monjas sólo habían visto al papá, nos inventamos la historia de que yo iba a ser una criada que llegaba para ayudar en los oficios menores del monasterio.
–Por lo menos ambas tienen buena inventiva –comentó irónico el hermano de Juan.
–Mi esposo murió tranquilo porque vio su sueño realizado, aunque fuera falsamente realizado. Caterina pudo bendecirlo en su lecho de muerte y para esa bendición fue con su túnica de monja. Él sonrió y murió feliz pero hasta cierto punto engañado.
–¿Por qué dices “hasta cierto punto”? –preguntó Joaquín.
–Porque no estaba errado del todo. Caterina es una mujer buena; ella es muy de Dios, pero tiene en contra suya que no soporta que nadie la mande y que ha sido muy vanidosa con su belleza. Pero ella ama esa vida; esa es su verdadera vida y yo lo sé por señales como esta: nunca le oí que soñara con hacer un hogar o con que un esposo la mimara.
–Un momento –entró Mateo– yo sé de muy buena fuente que Landulfo no hace sino mimarla…
–Eso es cierto, pero tú sabrás que ese cariño ella lo recibe pero no la deja satisfecha. Ella se inventó que tenía que enamorarse de alguien porque buscaba un pretexto para salir del monasterio. Lamentablemente el único hombre que frecuentaba esa región era Landulfo.
Mateo acotó:
–Sabemos que el hombre es un canalla y un asesino miserable pero… a ver, yo no entiendo, a la vez es una persona con mucha ternura y se expresa muy bien.
Ahora fue Elena la que preguntó:
–¿Y tú cómo sabes eso si no entiendes latín?
–Landulfo habla latín cuando está tranquilo, pero cuando se impacienta le sale el aldunense. Yo vi cómo le hablaba a ella en latín y entonces usaba de ternura, pero en cuanto empezaron a discutir todo fue en aldunense.
–¡Pero si mi hija no entiende aldunense!
–Eso te crees tú. Ella sabe lo que le conviene y pretende ignorar lo que le conviene. No es tan palomita como tú quieres pintarla aquí.
–Seguramente tienes razón, muchacho: el amor de madre nos hace muy malas pasadas. ¿Cómo es tu nombre?
–Mateo.
–Bueno, Mateo, yo creo que tienes razón. Ella no es tan buena…
El hermano de Juan volvió a la carga:
–Señora, no quiero fastidiarla y todas sus historias son fascinantes, pero todavía no sabemos qué pasó con el que usted llama Iván, ni dónde está él.
–Todo está relacionado, mi querido muchacho. ¿Cuál es tu nombre?
–Eso no importa. Díganos cómo llegar a Iván.
Elena se quedó en silencio un momento. La verdad es que el comentario del hermano de Juan cayó mal en el grupo. Elena les parecía sincera y bondadosa; incluso dispuesta a ayudar. Pero el muchacho siguió aun con más agresividad:
–¿Se puede o no llegar a esa casa, que usted llama monasterio? ¿Cómo sabemos si esto no es una trampa y usted está haciendo tiempo para que caigan sobre nosotros y nos despedacen como hicieron con Perla, Estanislao y los demás?
–Espera, cálmate –le dijo Mateo, aunque sin levantar la voz–. Todos queremos llegar donde Iván, pero no veo la razón de tu ira. Es claro que a estas horas de la medianoche no vamos a tratar de descubrir un sendero cruzando la montaña.
–¡Ustedes no entienden nada! –replicó el otro con fastidio; y poniéndose de pie sacó un puñal que cargaba entre la ropa–. Lo primero es asegurarnos de que esta vieja bruja no se nos vuela con sus pajarracos. Si en algo la aprecian sus amos no nos matarán a todos, o por lo menos no me matarán a mí como ya mataron a los otros.
Y diciendo y haciendo, agarró al Elena por el cuello y le acercó el puñal al cuello. Como fuera de sí, le hacía sentir la hoja del cuchillo y le repetía casi a gritos:
–¿Dónde te llevaste a mi hermano? ¿Dónde? ¡Responde, vieja apestosa!
–Yo… yo no le he visto; quiero decir… yo…
–¿Ven, ven todos? ¿Se dan cuenta? ¡Esta es una inútil! ¡Perdiste tu tiempo trayéndonos este saco de basura, Mateo!
–¡No estoy de acuerdo! –dijo Joaquín.
Y los demás fueron diciendo: “¡Ni yo!”, “¡Ni yo!” De última se oyó una voz de mujer que nadie reconoció: “Yo tampoco estoy de acuerdo.” Era Caterina, vestida como una auténtica princesa y hablando en perfecto aldunense.