2. El Día que Cambió la Vida
Mientras la vida cambiaba dramáticamente en Aldún, pocos cambios tenía la vida de Juan. Sin embargo es bueno que contemos cómo se hizo ermitaño pues una cosa es vivir solo y otra ser un auténtico ermitaño.
Juan empezó por adaptar una especie de caverna natural a modo de vivienda. Hizo luego un jardín tal como siempre lo había soñado y nunca lo había podido tener.
Vestía por aquella época con pieles, bebía agua fresca del río, regía su tiempo por la luz del sol. Comía frutos secos y algunas hortalizas, según la temporada. De lo alto de un pico cercano divisaba bien las últimas casas de La Esperanza, y ya fuera porque mantenía ese contacto visual con lo que había sido su mundo, o porque siempre estaba ocupado en unas y otras cosas, en realidad no tenía ocasión de sentirse o saberse solo.
Reservaba además mucho tiempo para caminar por las montañas, atento sobre todo a las diversas clases de plantas, árboles, flores y hierbas. Uno de estos paseos vino a cambiar su vida para siempre.
Cierto otoño, caminando río arriba encontró un bosque de enormes árboles cuyo nombre ni siquiera conocía. Una espesa hojarasca ocultaba casi por completo el suelo pero aquí y allá se dejaba ver un fondo de piedras rojizas. El sol de la tarde se filtraba por entre las altas ramas produciendo caminos de luz en la bruma y leve niebla de la montaña. Juan quedó extasiado. Olvidado de su humilde cueva, se dedicó a recorrer el extraño y bellísimo paraje, a sabiendas de que ya era muy tarde para regresar, pues cuatro horas de camino a buen paso no se deshacen tan fácilmente.
El bosque de árboles gigantes cubría varias colinas separadas por estrechas depresiones que no merecerían el nombre de valles. Habituado a caminar por horas, Juan recorrió una media docena de hondonadas y colinas cada vez más altas, guiado por la belleza del lugar, el juego de la luz y el canto misterioso de un pájaro que no se dejaba ver pero que iba guiando a nuestro personaje hacia un punto en particular.
Era ya realmente tarde cuando Juan notó en la pendiente, directamente frente a él, que sobre el fondo monótono de piedras rojizas destacaba una piedra muy lisa y redondeada, de color entre gris y amarillento. En un momento dado el sol pegó directamente sobre esa piedra y un fuerte resplandor, casi metálico, hirió los ojos de nuestro caminante. Movido de esa curiosidad de niño que nunca le abandonó, Juan decidió acercarse a esclarecer el misterio de la roca gris que brillaba. Y lo primero que descubrió es que no era tal roca.
La piedra gris era en realidad una calavera y lo que se veía brillar era la parte de atrás de un cráneo humano. Aprovechando la poca luz que aún quedaba, el solitario caminante alcanzó solamente a darse cuenta que la cabeza iba seguida de un cuerpo menudo, aparentemente muy delgado. Notó también que el difunto había sido enterrado con una especie de sayal; pero ya era demasiado tarde y nada se podía distinguir en la noche sin luna. Con parsimonia, pues, se apartó unos cuantos pasos del recién encontrado cuerpo y organizó un cobertizo para pasar la noche. Al fin y al cabo, no sería ni la primera ni la última noche que pasara solo en el bosque aunque la extraña sensación de estar acompañado por alguien, así fuera un antiguo cadáver, no dejó de hacer mella en el buen hombre. Con todo, se las arregló para conciliar el sueño. Su último pensamiento fue hacia ese pájaro que por lo visto cantaba no sólo al sol sino también a la oscuridad.
El ventarrón de la mañana lo despertó. Había algo de llovizna también y el bosque de los árboles gigantes se veía menos amable. La escena de pequeños y medianos charcos y el desaliño de las ramas despeinadas por una brisa molesta no era ciertamente agradable. Juan se levantó con frío y con hambre, pero sobre todo con el propósito de esclarecer el misterio de su nuevo y único acompañante en varios años.
El agua lluvia rebotaba irreverente en la calavera. No era la primera vez que Juan veía huesos humanos. Un tío suyo, cuyo nombre por supuesto nunca supo, había muerto relativamente joven y aquello había servido para dos cosas: para que el mismo Juan viera unos pocos años después –tendría él unos dieciocho– cómo quedaban los huesos de una persona al cabo de un tiempo, y para que se supiera que la familia de Juan no era ni cristiana ni musulmana. Esto quedó claro porque la abuela materna era la única que conservaba algo de la predicación cristiana, aludiendo de continuo al “Patriarca San Josafat” y trazando cruces como una desquiciada. Del lado musulmán el que mostró alguna inclinación religiosa fue el abuelo paterno, que conservaba una copia del Corán, aunque nunca había aprendido a leer árabe, y por eso casi más sabía que no era cristiano que saber otra cosa.
A medida que el agua salpicaba en la cabeza de aquel desdichado, en la memoria de nuestro solitario se agolpaban los recuerdos del único encuentro cercano que de joven había tenido con el hecho de la muerte. Sería por ver tanta agua que de repente recordó el día en que la abuela lo llevó un domingo muy temprano a la orilla del río para bautizarlo. Nadie quiso acompañarlos o tal vez nadie supo qué se proponía la excéntrica mujer. Lo cierto es que fueron los dos solos a un meandro tranquilo. Ella le habló de un Dios grande que había hecho el mundo entero, y le dijo que se arrepintiera de unas cosas que eran los pecados. Juan, que tenía unos ocho años, no entendió nada ni supo si podía preguntar de modo que antes de que se diera cuenta ella estaba rezando unas cosas en una lengua extraña. Al final él percibió que ella dudaba, sin duda porque no se acordaba de las palabras en latín, y entonces dijo en aldunense: “Te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu. Amén.” Y le echó una gran cantidad de agua en la nuca, produciéndole gran escalofrío. Él sintió rabia porque el agua estaba fría y porque a él no le gustaba bañarse pero cuando se volvió hacia ella para decirle alguna grosería de las que suelen decir los niños vio que ella tenía los ojos cerrados y que en su rostro había una sonrisa muy bonita; se abstuvo entonces de decirle nada; más bien cerró sus propios ojos y dijo también: “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu. Amén.” Nada más comentaron ni hubo mucha ocasión de comentarlo porque la abuela se volvía cada año más agria y distante, quizá por lo sorda. Por eso nadie le hacía caso viéndola trazar cruces y cruces, cuando la muerte de su hijo, el tío de Juan.
El agua seguía bautizando a la calavera pero había amainado ciertamente. Nuestro hombre se sintió de repente solo. Por primera vez sintió deseos de regresar a La Esperanza, tan sólo por saber si estaba viva la mujer que lo había bautizado. Un par de lágrimas lo sorprendieron cuando dijo en voz alta: “Ya habrá muerto, de seguro, y estará como este pobre.” Esas primeras lágrimas no quedaron solas.
Finalmente dejó de llover. Sería como media mañana. Sin pensarlo dos veces, olvidado del frío y del hambre, se dispuso a desenterrar a su compañero. Esta vez le asomaron otras consideraciones: “¿No será este otro como yo, que se fue de su villa y un día se quedó muerto por aquí?” Este pensamiento le impresionó muchísimo y lo llevó a una actitud, más que de simple solidaridad, de amor hacia aquel pobre que de seguro había sido otro habitante solitario del bosque.
Al fin desenterró el esqueleto completo. Quedaban todavía jirones de una especie de túnica gris, aunque del color nadie podría asegurar nada, dadas las lamentables circunstancias de su deceso. El difunto había muerto boca abajo, por lo visto, abrazando un pequeño cofre dorado. Y de oro era también un anillo que tenía en la mano derecha. Su cuerpo era muy delgado y pequeño, de modo que Juan empezó a pensar que se trataba de un niño. En todo caso las preguntas se amontonaban en su cabeza.
Con mucho cariño separó los huesos de los brazos y vio que el cofrecillo estaba literalmente aprisionado entre los dedos de ambas manos. A nuestro solitario de la montaña le pareció excesiva crueldad romper esos huesos así que hizo un máximo de esfuerzo por evitar toda violencia hasta que a eso del mediodía logró tener el cofre en sus propias manos. Instintivamente lo abrazó imitando la postura del difunto. Pero no pudo abrirlo porque era de sólida construcción y estaba cerrado con llave.
Ya pensaba en volver a su cueva de habitación para ingeniarse algún modo de abrir aquel extraño y adornado receptáculo cuando notó con mayúscula sorpresa que la llave estaba también muy cerca de donde habían estado las costillas. Sintió un escalofrío al pensar qué momentos había vivido ese pobre difunto al llegar al extremo de su vida y tener que tragarse la pequeña llave metálica. Todo el cuerpo se había deshecho y ahí estaba la llavecita. Con otro escalofrío la recogió y se estuvo por espacio de unos veinte minutos dudando si abrir o no ese cofre dorado. Repitió entonces la invocación de la abuela: “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu. Amén.” Y abrió el cofre.