1. Una Isla en Tierra
Hace muchos años hubo una región, más allá de los Balcanes, tan notoriamente distante de los cruces de caminos, que vino a quedar aislada de los distintos reinos cristianos y musulmanes que se han disputado por siglos toda esa zona. Esta región, castigada y a la vez protegida por su aislamiento, vino a caer en una especie de olvido de los grandes centros de poder. Sus habitantes, que al paso de los años perdían más contacto con el mundo exterior, tomaron el camino fácil de buscar su propio abastecimiento y vinieron a convertirse en un caso único de lo que podríamos llamar una “isla en tierra.”
Y como los nombres sirven sobre todo para que los demás los pronuncien, esta región perdió su nombre porque nadie la nombraba. Sus habitantes poca atención le dieron a este fenómeno lingüístico único y sencillamente continuaron su existencia, simple y rutinaria, sin preocuparse de cómo se les había llamado alguna vez. De hecho, nadie lo sabe hasta la fecha, de modo que tendremos que inventar un nombre para esa isla en tierra. Llamémosla, por ejemplo, Aldún; y digamos que sus habitantes eran los aldunenses.
Uno de los hechos que favoreció el aislamiento de Aldún es que no tenía grandes poblados. Se sabe bien que allí donde florecen los pueblos y burgos florece también el comercio, y con el comercio el deseo de satisfacer todas las necesidades y crear otras nuevas. Aldún fue condenada o bendecida con el hecho de no tener sino modestas, muy modestas villas, llamadas de un modo elementarísimo: La Grande, La Pequeña, La Segunda, La Peregrina, y así sucesivamente. La más famosa era la Peregrina, así llamada porque los de aquella villa habían cambiado ya cinco veces de lugar, aunque siempre queriendo mantenerse a la orilla del río. Como el río cambiaba su cauce y algunas veces parecía secarse y otras se desbordaba, los de la Peregrina hacían honor a su nombre moviéndose de uno a otro lado.
La historia nuestra, sin embargo, no se refiere a esa villa, sino a otra, que daba con el pie de monte. Algunos dicen que se llamó en una época La Empinada pero sobre esto no hay noticia cierta, y si les cuentas esa historia a los habitantes de aquella remota villa, nada lograrías de ellos distinto de una sonrisa que uno no sabe si es burla, aprobación o escepticismo. Es más sensato decir que así como Aldún perdió su nombre y hubo que inventarle uno, esta villa perdió su nombre en Aldún y ahora tenemos que inventarle uno. Yo pido que se llame la Villa de la Esperanza, en razón de la historia que sigue.
La Villa de la Esperanza se caracterizó siempre por el ganado caprino. Las cabras fueron el medio de subsistencia, la ocupación más común y el rasgo más propio de esta villa. Si en aquella época y región se hubieran usado los escudos de armas, a no dudarlo los de La Esperanza habrían tenido alguna cabra en su escudo.
Sin embargo, una misma forma de trabajo no garantiza que hubiera igualdad de recursos para todos. De hecho, había en esta Villa gente rica y gente pobre. Como de costumbre, los más olvidados eran los pobres. Mientras que los ricos hacían valer sus tierras lo mismo que sus nombres, los pobres iban quedando relegados a ser llamados por señas y mandados a gritos. Así empezó a suceder que había familias que se quedaban sin apellido, porque a nadie le interesaba cómo se llamaban. Al cabo del tiempo hubo un caso patético de una familia en que nadie tenía nombre ni apellido, porque casi nadie les hablaba y ellos cuando hablaban entre sí se hacían entender con simples pronombres: “Yo creo que tú piensas que él hizo…”
Esta familia sin nombre no debe seguir sin nombre en nuestro relato, así que es preciso que le inventemos uno. Vamos a decir que eran los Kunev.
Ahora bien, las cosas no eran tan sencillas entre los Kunev, que vivían al modo rural antiguo, vale aclarar: abuelos, papás, hijos y nietos, todos juntos. Y suele suceder en las familias que hay siempre algunos que destacan por su belleza, fuerza, inteligencia o liderazgo, mientras que otros van quedando rezagados, como en la penumbra de lo común, lo obvio, lo que no llama la atención.
Fue así como sucedió que uno de los muchachos, uno de los que no tenía ni siquiera un nombre, se fue aislando del resto de los Kunev, y de la Villa de la Esperanza, y del resto de Aldún. Sin que pudiéramos llamarlo una persona amargada, sí debemos ver en él a un solitario que cada vez pasaba más tiempo fuera de casa, perdido en el monte, buscando el nacimiento de los arroyos y de las fuentes. Y como nadie le prestaba mayor cuidado ni parecía sobresalir en nada, y como no había un nombre para echarlo de menos, todo se dio para que este muchacho se hiciera ermitaño. Una noche era ya muy tarde cuando se vio en lo más hondo del bosque y decidió que no valía la pena batallar contra la oscuridad y por eso organizó un sencillo cobertizo; aprovechó que era verano y se quedó sin nombre en aquel lugar sin nombre.
Pero nosotros tendremos que inventar esos dos nombres. Diremos que este ermitaño olvidado se llamaba Juan y que aquella parte del bosque era Halgay.
Juan no pensaba ser ermitaño sino sólo disfrutar del bosque y la montaña, del río y del amanecer. Y bueno, hay otro factor que puede parecer superficial pero que tuvo su peso. Juan estaba cansado de los rebaños de cabras por su olor característico. Si alguien le hubiera preguntado, él hubiera preferido mil veces cultivar la tierra. Juan era un jardinero nato, un hombre dotado de una capacidad inmensa de admiración y una manera de ser simple y apacible. Olvidado de todos, en Halgay él se dispuso con alegría casi infantil a organizar una sencilla cabaña sin olvidar un lugar donde acumular la leña para el duro invierno. Uno diría que este Juan era como un Adán en su pequeño paraíso.
Juan debía de tener unos 30 o 35 años en aquel tiempo y nada se supo de él en la Villa de la Esperanza ni en el resto de Aldún. La familia, por supuesto, lo echó de menos y ello sirvió para que descubrieran que no sabían quién les hacía falta porque no sabían cómo llamarle. Esto produjo sentimientos de vergüenza que en realidad fueron saludables porque entre los Kunev cada uno recuperó su nombre. Y el arrepentimiento de ellos fue un poco más allá porque al darse cuenta que no podían preguntar a las otras familias por el hijo desaparecido descubrieron que tampoco tenían un nombre como familia, y así recuperaron su apellido. El hecho es que la desaparición de Juan hizo que surgiera todo un movimiento de identidad cultural que dio origen a ese nombre que recibió toda la villa, La Esperanza.
Por otra parte, la búsqueda del ermitaño (que nadie sabía que era ermitaño) hizo que la gente se movilizara, saliera de su casa y recorriera el bosque, la montaña, el río. Vieron que estaban rodeados de belleza y de riqueza. Descubrieron que además de las cabras había otros animales y plantas, y montones de cosas hermosas e interesantes por hacer. Fue esa la época en que algunas familias tomaron costumbre de ir a pasear y comer a la orilla del río apenas llegaba la primavera. Los aldunenses más jóvenes fueron incluso más allá, y empezaron a organizar verdaderas expediciones que un día condujeron a un resultado impredecible: encontraron el camino a Macedonia. Pero más que Macedonia misma, lo nuevo aquí fue descubrir que había un mundo y que no tenían que seguir siendo una isla en tierra. Fue así como Juan, puesto en medio de la nada y del olvido, vino a traer identidad y memoria a su propio pueblo.
[Este capítulo había sido publicado ya hace unos días pero he preferido volverlo a poner aquí para continuidad y facilidad de acceso.]