El eco de la Pascua de Cristo se funde con el duelo por el recién fallecido Papa Juan Pablo II. La admiración y el amor de las multitudes se corresponde con la magnificencia de uno de los pontificados más largos de la historia pero ciertamente no acalla la discusión en numerosos puntos, que de algún modo permanecen como agenda pendiente y tácita para quien deba sucederle.
Santo Domingo puede iluminar nuestra reflexión en esta coyuntura a la que cabe considerar una doble pascua. Él mismo, “Predicador de la Gracia,” tomó para sí el oficio de los apóstoles anunciando las riquezas del Misterio por excelencia de nuestra fe. Su talante alegre y caritativo, su personalidad balanceada y compasiva, bien puede ser llamada “pascual.” Su alma generosa fue modelada al soplo ardiente de la Pascua, que es fuego de Espíritu.
De otra parte, su actitud con los obispos en general y con el Sucesor de Pedro en particular muestra una riqueza en la que no faltan ni la fidelidad a los pastores ni el sentido crítico hacia sus límites. Domingo, ha dicho H-M. Vicaire, sabía desenvolverse en la Curia, lo cual bien podemos entender de dos maneras: sabía de los aspectos prácticos, reales y humanos; pero también: sabía desembarazarse a tiempo de los lazos ambiguos que implica el manejo del poder a alto nivel. Lo suyo, si se quiere, es el campo raso; es el hambre por la salvación de todos.
Domingo, el Hombre de Iglesia, nos invita hoy a meditar en la grandeza y los límites del servicio prestado con esmero por Juan Pablo II, durante más de un cuarto de siglo. Karol Wojtila, no cabe duda, se entregó a todos con lo mejor de sus fuerzas y de su comprensión del misterio de la Iglesia. Ahora nos corresponde a nosotros, desde la libertad y fidelidad a nuestra vocación, servir también a los hermanos y meditar con gozo en el Salvador.