Necesitamos espacios y tiempos especiales, distintos, “privilegiados,” si se quiere. En lo que atañe a la fe, eso son sobretodo los templos, y en grado más denso, los santuarios. Hay un efecto muy grande en el corazón cuando ves cientos, a veces miles de personas, orando en silencio. Ese efecto no te lo produce una buena explicación por sí sola; ese efecto no te lo produce un acto de tu sola voluntad, por sí solo. Ese efecto proviene de un hecho que llega a ti como algo que se impone y permanece, y por eso hace mucho bien.
Además, los ídolos de este mundo tienen sus santuarios. Si una chica va a una discoteca y encuentra que todo el mundo se droga, se emborracha y prostituye, se siente arrastrada a aflojar en algo o mucho en sus convicciones morales. Si la misma chica va a un santuario y ve centenares de otras mujeres en sincera y gozosa devoción, le quedará más fácil seguir su propio camino de fe. Es así de sencillo.
A veces nos imaginamos al ser humano como hecho en el molde del super-hombre nietzscheano: un ser capaz de sostenerse solo, sin más que su propia convicción, proyecto o deseo. Hay personas así. Hay seres extraordinarios que en ciertas circunstancias han perseverado cuando todo era opuesto. De ellos nadie más notable que Jesucristo mismo. Pero eso no significa que cada persona tenga que obrar así, porque si precisamente era necesario un Redentor es porque no es propio de nuestra naturaleza soportar lo que Cristo soportó hasta dar su vida entera por salvarnos. Él es el Salvador y nosotros los salvados. Y por eso requerimos de espacios, lugares y caminos para experimentar esa salvación.