El razonamiento va así: cuatro cosas, y al parecer sólo cuatro, tienen poder sobre la voluntad humana. Dos tienen que ver con alcanzar bienes, a saber, la necesidad y el placer; las otras dos tienen que ver con apartar los males, y son: el miedo y la ira. A los pueblos y a los grupos humanos se les gobierna con esos cuatro hilos: proveyendo a las necesidades, trayendo bienestar, dándoles qué temer y mostrándoles enemigos despreciables.
Ahora bien, mientras que es muy presentable que un gobierno hable de cómo cubre las necesidades o cómo trae bienestar, no es tan fácil tratar los temas del miedo y de la ira, porque lo primero nos obliga a reconocer debilidad y lo segundo nos acerca a lo más animal de nuestro ser, es decir, la saña, la violencia, la crueldad. El recurso para manejar estas dos dimensiones es usualmente el contexto de la guerra. Mostrar un peligro grande produce miedo; decir que vamos a derrotarlo convoca las fuerzas pasionales de la ira, aunque de modo civilizado. En este sentido, todos los que quieren naciones fuertes y unidas necesitan de la guerra.
El proceso entonces es: mostrar amenaza, que da un lugar socialmente aceptable al miedo, y luego encauzar el miedo a través del combate. Al fin y al cabo, no es mal negocio pasar de ser un asustado a ser un héroe.
Puedo apostar que muchos de quienes esto lean están pensando en los Estados Unidos de América. Y sí: creo que estas teorías se aplican muy bien a ese caso. Pero también a Europa. Voy a sostener que el miedo es inquilino permanente de estas calles y que, lo mismo que en el estilo de Derechas del tejano Bush, las Izquierdas y Progresías Europeas manejan el miedo a su propio modo.
Si la Iglesia Católica es, según encuestas recientes, la institución menos confiable para los universitarios, en buena parte se debe al poder de una riada mediática que sólo sabe asociar con religión con todo lo perverso: fundamentalismo, guerras de religión, inquisiciones crudelísimas, cruzadas perversas, y para peor de lo peor: una banda de hipócritas homosexuales que por el simple temor a perder sus privilegios son incapaces de “salir del armario,” como lo hace la gente civilizada. Después de años de recibir ese mensaje cualquiera desconfía, ¿y qué es la desconfianza sino el nombre social del miedo?
La omisión deliberada del cristianismo en la Constitución Europea, cosa que en sí misma es un exabrupto académico, brota del miedo también. Esa omisión es un intento, por ahora exitoso, de minimizar el significado de Cristo, pero, si miramos bien, sobretodo es el esfuerzo de neutralizar la injerencia de la Iglesia. No se quiere que la Iglesia Católica pueda influir públicamente. Si a un europeo común le preguntamos por qué, la respuesta de nuevo denota miedo: las guerras de religión.
El miedo al terrorismo ha sido presentado como un motivo de unidad de acción entre los Estados “Unidos” de América. La unión entre los Estados de la Unión Europea cultiva sus propios miedos: pobreza o escasez; el totalitarismo; una plaga (cáncer, sida, armas químicas, alimentos transgénicos); guerras de religión; la catástrofe ecológica o el calentamiento global; la insignificancia en la economía con la consabida dependencia; el avance de los inmigrantes, sobre todo musulmanes, las incertidumbres de un sistema pensional que se sabe que va a colapsar, y un largo etcétera.
Sin embargo, no es suficiente que haya peligros. Ello solo no basta para producir miedo, a menos que la persona se sienta desvalida. Pero es un hecho que la sensación de desvalimiento se está adueñando de una sociedad de solos y solas. Hay una combinación explosiva que está conduciendo a mucha gente al callejón del suicidio (y ya se suicida más gente de la que muere en accidentes). Ese cóctel diabólico es: familia destrozada, anonimato urbano, mundo ya hecho, positivismo legal, agnosticismo religioso, filosofía de oídas, aislamiento afectivo, moral relativista, política pragmática y consumismo desbocado. Unos cuantos escarceos con la droga y alguna experiencia de sexo sin amor y ya tienes listo a otro suicida.
Pero no todo miedo conduce al suicidio. Mucha gente se sostiene simplemente porque el cóctel no se le completa. Quizá les queda un soporte afectivo más o menos creíble; por ejemplo, y muy típicamente: amistades entrañables o una pareja llena de ternura.
Al abrigo de ese cariño, como en un refugio antiaéreo, la gente soporta el mal tiempo mirando con ojos estoicos cómo mueren tantas cosas. Junto a eso, un poco de sabor y de fiesta, a saber, algo o mucho de turismo, algo o mucho de diversión y una dosis de alta tecnología que haga creer en la lógica y la utilidad del mundo y del dinero.
No se piensa en el futuro, que da miedo, ni se añora un pasado que deja todos los sabores y enerva todas las incertidumbres. El presente, el aquí, el ahora, el abrazo, la noche de juerga, el sueldo en la mano: así se conjura la muerte por otro día más.
Sin embargo, están asustados; estamos asustados. No le hemos hecho caso a lo primero que nos dijo Juan Pablo II en Mayo de 1978: “Non abbiate paura! no tengáis miedo!” El tiempo mostraré que ese saludo era el saludo de un profeta; alguien que conocía el terror en sus formas más inhumanas y sistemáticas (Nazismo, Comunismo ateo) pero también en la sutileza del confort engañoso y la sociedad del aborto y la eutanasia. Mal que le pese a tantos agnósticos, Dios dio un profeta en Karol Wojtila.