Como un regalo muy grato de mi Dios, ayer tuve horas de deliciosa conversación con Camilo Acosta, buen amigo que tuvo la fineza de visitarme ayer ya en su de camino de retorno a su hogar en Filadelfia, PA.
Camilo y su esposa Claudia han viajado bastante más que el promedio de la gente de su edad (hacia los 40). Su interés científico ha caminado en pareja con su deseo de servir a la Humanidad y de practicar nuestra fe católica, empezando por el propio hogar. La manera como lo han hecho es a través de sus estudios y trabajos en epidemiología.
Colombia, Inglaterra, España, Tanzania, Corea del Sur y Estados Unidos son el peregrinar de su hogar, que ya cuenta con 3 hijos. Pero los viajes de Camilo mismo tienen una lista que es bastante más extensa y que incluye por ejemplo a la India, Tanzania, Bélgica, China, Japón y muchos otros lugares y naciones.
Una experiencia cosmopolita de tales dimensiones termina por asentar en el corazón convicciones muy fuertes, pues es un hecho que los viajes obligan a ir a lo fundamental: no podemos cargarlo todo a todas partes. Yo no he viajado tanto, ni sé si podría establecerme en tantos lugares (no sólo transitar por ellos). Sin embargo, entre Camilo y yo hallamos un lenguaje común en aquello de las cosas esenciales; ese lenguaje tiene una palabra básica: ¡devuélvanme el mundo grande!
En efecto, es como una limitación de fábrica del corazón humano aquello del parroquialismo. Quizá nuestra “parroquia” alguna vez sea tan grande como “Europa” o como “Occidente,” pero aún en tales escalas seguimos siendo gente que difícilmente se atreve a mantener los ojos abiertos a nuevas posibilidades y enfoques. Y cuando uno parpadea el mundo palpita. Nunca abrimos los ojos al mundo por la mañana para saludar al mismo mundo que dejamos por la noche. Moriremos aprendiendo y casi la única sensatez es la proclamación humilde de todo lo que quisiéramos aún conocer.
La China cinco veces milenaria; la India profunda y falaz de tantos modos; la cortesía tan intensa como impermeable en el Lejano Oriente; la vida extraña y sencilla de tantas tribus; la literatura de los pueblos cuya lengua morirá pronto… todo es como un océano que nos recuerda que el mundo es grande y que no serán nuestros andamios de razones los que logren cuadricular todas las experiencias o diseñar el diccionario de todas las preguntas.
La capitulación de la inteligencia cuando al final se abaja ante el misterio del todo no es sin embargo la última palabra. Para el que ha querido lealmente entender siempre hay una puerta última, necesaria y bella: la de un amor que tenga alas allí donde la inteligencia sólo tiene pies; la de una ternura que tenga brazos allí donde la razón sólo tiene manos; la de una alegría que tenga cantos allí donde la lógica desfallece bajo el peso de sus últimos teoremas.