¿Es la Monarquía un Inmenso Juego?
Pregunta inocente: ¿cómo pondrías a jugar a toda una nación, es decir, a millones de personas durante décadas enteras? Una posible respuesta es: “dándoles un rey.”
En efecto, por lo menos en Occidente, ha pasado el tiempo en que los reyes reinaban. El poder ejecutivo descansa en primeros ministros o sus equivalentes, que son elegidos por procedimientos distintos y distantes de la sangre real. Sin embargo, queda siempre la realeza cuyo papel va desde el símbolo hasta el carnaval. Como quien dice: encarnaciones de la unidad nacional o comidilla para conversaciones de salón, o ambas cosas.
Un caso notable es la casa real británica que probablemente ha acumulado más escándalos públicos ella sola que el resto de la nobleza europea. Es fácil para mí recordar de mi temprana infancia los gestos de enfado de mi papá cada vez que las noticias mencionaban algo sobre la reina Isabel o sobre los recargados títulos de una familia que pareciera estar igual o por debajo de los estándares de su propio pueblo. “¿Y por qué ese tal príncipe tiene el derecho de vivir como un zángano en medio del lujo más absurdo, a costa de los impuestos de los ciudadanos?”, preguntaba mi papá y se preguntan millones de personas. Hoy pienso que, junto a otras teorías, una es luminosa en su sencillez: necesitamos reyes para jugar.
La vida de los reyes, admirada y ridiculizada, despierta la imaginación con una fuerza que no logran tener los que tienen el poder efectivo sobre temas tan forzosos como aburridos y planos: impuestos, proyectos, planes, leyes… todo eso es requerido para la subsistencia y el progreso de un país, pero corta a la mente sus ansias de volar, de soñar, de suponer, o si queremos decirlo de modo paradójico: su necesidad de no entender.
Y es así: la mente necesita entender pero también necesita enfrentarse con paredes inmensas como acantilados que le recuerden que el infinito lo llevamos dentro. Un enigma eterno es tan atractivo o más que una buena respuesta. Tal es la fascinación de la filosofía, por ejemplo. Nadie espera que a la pregunta “¿cuál es el sentido de la vida?” se le dé una solución abriendo un libro del anaquel. Tales preguntas se hacen para poner en marcha el pensamiento, para encender motores hacia el infinito. Necesitamos el misterio, el secreto, la tradición que se hunde irremediable en la noche de siglos inescrutables…
Algo de eso brinda la realeza, por lo menos a los británicos. Alguien ha dicho que es un reemplazo de la fe, que ya parece perdida sin remedio. Yo me atrevo a pensar que más que eso es un juego, un inmenso juego que permite mirar lo mismo de siempre –las pasiones, posibilidades y miserias humanas– de una manera nueva, pública y mistérica a la vez.
Además, y sirva para terminar, para una cultura como la inglesa, que ha tenido verdaderos déspotas en el trono, hay un valor adicional agregado en conservar una realeza de mentiritas: asegurarse de que nadie volverá a reinar en el Palacio de Buckingham.